En Biopolis Cantábrica la justicia escucha porque la máquina se quedó con el proceso y nosotr@s con las personas.

Durante años mi oficio fue una coreografía de plazos, folios y silencios de pasillo en los que la ansiedad se medía por el ritmo de los plazos. En aquel mundo, la mitad de mi jornada era un intento permanente de no perderme entre demandas, notificaciones cruzadas y formatos que pedían obediencia más que pensamiento. La primera vez que vi al sistema de tramitación automática hacerse cargo de un expediente completo —desde la validación de los requisitos hasta la cita para la audiencia— sentí una mezcla de alivio y desconfianza, porque no sabía si aquello me haría menos abogado o, por fin, me permitiría serlo del todo. Hoy, varios años después, puedo decir que aquel traspaso de la parte burocrática de la administración de justicia a la IA no nos vació el oficio, sino que nos devolvió su sentido: nos dejó la conversación, el cuidado, la restauración y el conflicto entendido como energía social que hay que saber conducir sin que se desborde ni se apague.

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La arquitectura técnica que sostiene ese giro no tiene misterio místico, aunque su complejidad sea notable. El “motor de expediente” —así lo nombramos para no fetichizarlo— recibe escritos en cualquier formato, reconoce su estructura, comprueba de manera exhaustiva los requisitos de admisibilidad, cruza datos de capacidad, representación y legitimación con los registros pertinentes y, si falta algo, primero busca si ya está disponible en su base de datos y de lo contrario, no devuelve un portazo sino una guía en lenguaje llano que explica qué falta, por qué y cómo aportarlo. Esa misma guía genera, sin intervención humana, el borrador de subsanación listo para firmar, evita viajes innecesarios, resume antecedentes y propone un itinerario procesal compatible con las agendas de todos. Desde ahí, la máquina gestiona notificaciones con seguimiento proactivo, sugiere ventanas de conciliación con tiempo humano —no a las ocho de la mañana de un martes imposible— y monta, cuando procede, una primera sesión de escucha con un facilitador. Lo estructura todo con el “derecho a entender” como premisa, en un doble texto donde cada norma aparece en su versión técnica y en su versión explicada, sin paternalismo ni jerga innecesaria.

Ese vaciado de la burocracia nos permitió reorientarnos hacia lo que ninguna máquina puede hacer con hondura: la relación con las personas. Jueces, fiscales, abogados, equipos psicosociales y mediadores nos reconocimos en un trabajo que exige presencia y criterio, porque en la práctica cotidiana la verdad es menos un dato y más un proceso, y la reparación rara vez se reduce a dinero. En los conflictos de convivencia, por ejemplo, armamos círculos restaurativos donde las partes rompen la geometría adversarial, explican sus miedos, escuchan la versión del otro y tantean acuerdos que no dejarían satisfecho a un manual de estrategia litigiosa, pero que resuelven la vida. El expediente sigue vivo en paralelo, con garantías intactas, y el sistema automático anota cada avance, genera minutas, propone cláusulas tipo y mide la coherencia de lo pactado con la legalidad vigente. Sin esa trastienda infatigable, sería imposible sostener la densidad de estas conversaciones; con ella, el oficio vuelve a ser un oficio de palabra, no de trámite.

Esa reorientación ha reconfigurado también la función jurisdiccional. Cuando un juez entra hoy en sala, ya no carga con la ansiedad de una agenda imposible ni necesita improvisar sobre papeles desordenados, porque el motor de expediente ha segmentado los hechos pacíficos, ha detectado contradicciones relevantes, ha agrupado jurisprudencia por patrones argumentales y ha calculado el impacto probable de las distintas opciones de decisión sobre el doble anillo de la Rosquilla, que usamos como brújula de mínimos sociales y límites ecológicos. Ese cálculo, lejos de ser un oráculo, es una pieza de deliberación que obliga a explicitar en la sentencia por qué se sigue o se aparta de la recomendación, con trazabilidad de datos, criterios y límites. Los vetos técnicos se disparan si algún camino sugerido compromete derechos fundamentales o si un coste social cae fuera de los márgenes aceptables, y todo queda abierto a auditorías por muestreo en las que participan, además de peritos, ciudadanos formados en control cívico.

En mi trabajo diario, esa infraestructura invisible se traduce en tiempo de calidad con las personas. El sistema me prepara, la víspera, un “mapa de conflicto” donde puedo ver no solo los datos duros del caso, sino la temperatura emocional estimada, los posibles puntos de desbloqueo, los momentos de la conversación donde conviene ralentizar para evitar escaladas y las alternativas de acuerdo que han funcionado en casos comparables. Llego a la reunión con las partes sin la prisa que me hacía torpe, dispuesto a escuchar en vez de interrogar, a nombrar el daño sin espectáculo y a proponer caminos de reparación que no se confunden con castigo ni con impunidad. La máquina, en remoto, crea actas vivas, subraya cuando un compromiso requiere precisión adicional, detecta contradicciones performativas —el clásico “prometo no volver a hacerlo” sin asumir qué es “eso”— y me sugiere pausas cuando detecta fatiga. Salgo con acuerdos mejor escritos y con personas menos crispadas, y el expediente, que antes era un fin en sí mismo, se ha convertido en un medio limpio y eficaz.

El penal de baja intensidad ha cambiado por completo. La respuesta a hurtos menores, daños, lesiones leves o pequeños fraudes se articula ya casi siempre a través de dispositivos restaurativos que se activan desde el primer contacto. La víctima, si quiere, participa desde el inicio con apoyo y seguridad, expresa qué necesita para sentirse reparada, y el infractor, si acepta su responsabilidad, puede transitar un camino que combina trabajo comunitario con aprendizaje significativo. Las “escuelas de oficio” y los Contratos de Aprendizaje Reversible se han integrado en la respuesta penal: reparar un banco del parque destrozado no es lo mismo que hacer cien horas abstractas, y aprender a cuidar un barrio devuelve autoestima y pertenencia a quien la había perdido. El motor de expediente vigila plazos, certifica hitos, alerta si alguien se queda atrás y calibra el cierre cuando la reparación es completa. Las tasas de reincidencia han caído, pero el dato que más valoro no es ese sino la cantidad de veces que la víctima dice, al final, “ahora sí puedo pasar por esa calle sin enfadarme”.

En lo civil y lo contencioso-administrativo, la mecánica es distinta y el espíritu es el mismo. Los conflictos por ruido de instalaciones, por sombras de placas solares o por la asignación de agua en veranos críticos encuentran en los foros de cuenca y en las mesas técnicas barriales un primer espacio de acuerdo, y cuando ese trabajo llega a sede judicial lo hace con hipótesis de equilibrio ya ensayadas, listadas con su impacto y su costo. La IA de apoyo genera simulaciones comprensibles, traduce mapas, convierte términos técnicos en imágenes precisas y evita ese teatro fatigoso donde la parte que mejor habla gana, aunque tenga menos razón. La sentencia, cuando llega, es muchas veces una orden de ejecución de lo que ya se ha acordado con sentido común, y el recurso, que antes era una forma de prolongar el conflicto, hoy es un examen transparente sobre si el proceso respetó la regla de juego y si la decisión final encaja en el marco de derechos.

Este modelo ha exigido una gobernanza seria de la propia tecnología. La tentación de tratar el motor de expediente como una caja negra fue grande, pero en Biopolis aprendimos pronto que los sistemas que median derechos deben ser explicables, auditable y corregibles sin heroísmos. Por eso, cada módulo tiene su “carta de funcionamiento” públicamente accesible, con datos de entrenamiento documentados, sesgos conocidos, límites de uso y mecanismos de queja que no son meros buzones. Las auditorías por muestreo no son un ritual trimestral sino una práctica continua, con perfiles diversos que revisan no solo aciertos y errores, sino también silencios y ciegos del sistema. Cuando una decisión humana se aparta de la recomendación técnica, el juez o el fiscal lo documenta en lenguaje natural, y esa explicación retroalimenta el modelo con una etiqueta: aquí importó la fragilidad de una abuela, aquí pesó un duelo reciente, aquí la letra de la norma no bastaba. La máquina aprende, pero nosotros aprendemos también a no abdicar del juicio.

El cambio transformó nuestra formación profesional. El pasaporte de capacidades ya no mide solo dominio de normas y destrezas de argumentación, sino escucha activa, diseño de procesos, alfabetización emocional, negociación cooperativa e imaginación jurídica orientada a la reparación. Entramos y salimos en ciclos, tutorando a quienes llegan y dejándonos tutorizar por quienes traen herramientas distintas, porque en esta justicia hay tanta técnica como hospitalidad. En mi caso, dejé de valorar mi semana por el número de páginas de demanda, y empecé a mirarla por las conversaciones en las que alguien cambió de postura sin sentir que perdía, por los contratos de convivencia que resistieron el invierno y por las veces que devolvimos a un conflicto su tamaño real, ni épico ni ridículo.

No todo es amable, y conviene decirlo sin decorados. Hay violencias que no admiten espacio compartido ni abrazo rápido, hay delitos que requieren cautelares firmes y hay poderes que tantean límites con cinismo. En esos casos, la tecnología es un respaldo serio: la cadena de custodia es más robusta, la búsqueda de prueba irrepetible es más rápida, la detección de contradicciones malintencionadas es más fina, y el seguimiento de medidas de protección no descansa. Pero la decisión que restringe derechos sigue anclada en presencia humana y argumentación pública, y el motor de expediente no puede ejecutar un desahucio ni una prisión preventiva por sí mismo, porque el sistema está diseñado para que la última palabra tenga voz y rostro.

Otra frontera delicada ha sido la protección de datos y la proporcionalidad. La administración de justicia aprendió a trabajar con el principio de mínima captación, anonimización por defecto, cifrado de extremo a extremo y procesamiento en el borde cada vez que la sensibilidad del asunto lo exige. El ciudadano conserva un panel de control de su huella en el sistema, con consentimientos granulares y caducidades claras, y puede activar un “modo viaje” cuando se desplaza a otra Biopolis, de modo que sus expedientes se ven allá con lo justo y necesario para no empezar de cero, pero sin abrir la caja completa. Cada acceso deja rastro, cada consulta inmotivada se sanciona, y esa disciplina ha marcado un estándar que otras áreas públicas han imitado, porque no hay confianza sin límites.

Cuando miro hacia atrás y recuerdo aquel yo que se enorgullecía de ganar por una excepción procesal antes que por convencer de lo justo, me veo a veces con ternura y otras con pudor. Ganábamos batallas elegantes, sí, pero dejábamos demasiadas vidas a medio arreglar. Hoy me descubro preparando una audiencia con la tranquilidad de quien sabe que la logística está resuelta, que nadie se perderá por un tecnicismo y que mi tiempo útil se medirá en silencios bien colocados, preguntas que abren puertas y palabras que atan lo acordado con hilos de realidad. No reniego del músculo técnico; lo uso mejor, precisamente porque ya no lo gasto en lo que la máquina hace mejor y sin bostezos. Y si me preguntan qué es ser abogado en esta justicia que escucha, diré que es sostener el puente entre una burocracia que por fin dejó de estorbar y una comunidad que aprendió a reparar sin humillar ni olvidar.

A veces, al cerrar el día, repaso los expedientes que avanzaron y los pocos que no, y encuentro un patrón humilde que me reconcilia con el oficio. Donde hubo escucha, hubo acuerdo; donde hubo tiempo humano, hubo comprensión; donde el motor de expediente nos quitó la urgencia, pudimos dedicar la inteligencia; donde la Rosquilla puso límites, evitamos causar un daño mayor al arreglar el pequeño. No hay milagro, hay diseño institucional y trabajo sostenido, y hay una premisa que lo ordena todo: la justicia no es una máquina de sentencias, es una práctica de civilidad que se apoya en máquinas para que la palabra humana vuelva a pesar lo que debe.

Cuando acompaño un círculo de reparación y veo a un joven reconocer sin guion que rompió algo más que un cristal, o a una vecina decirle que el ruido de madrugada no la enfada, la asusta, entiendo que el expediente, con toda su perfección logística, es apenas el arroyo por el que corre el agua. Lo importante sucede en el gesto, en la mirada, en la promesa creíble, y ahí ninguna IA tiene manos. Esa verdad, que podría parecer frágil, es el núcleo de nuestro cambio: dejamos de pedirle a la ley que hiciera de psicóloga, dejamos de pedirle a la jueza que hiciera de mensajera, dejamos de pedirle al abogado que hiciera de impresora, y diseñamos un sistema en el que cada cual aporta lo suyo, empezando por la tecnología que, bien acotada, hace sitio para que lo humano ocupe el centro.

Y sí, en los pasillos —que ya no son pasillos atestados sino salas abiertas con luz y café— sigo cruzándome con colegas que añoran el brillo del litigio puro, la adrenalina de encontrar un error formal en el folio trescientos. Algunos han vuelto a sentir entusiasmo cuando descubren que persuadir a dos personas para que se pidan perdón sin teatralidad requiere una destreza más alta que redactar una réplica afilada; otros se han especializado en auditar sistemas o en rediseñar procesos y también ahí hay carrera y orgullo. Yo, por mi parte, me quedo donde me siento útil: entre la letra y la vida, ayudando a que el expediente, llevado por la máquina, llegue a buen puerto, y que quienes lo habitan puedan salir de él con la sensación, rara y preciosa, de que la justicia les habló en un idioma que pueden entender, porque como siempre repito, la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.

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