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Los medios, las redes y la conversación pública en la Biopolis Cantábrica 2046

Por las mañanas, mientras me afeito, enciendo la radio de la Comba: no es “mi” emisora, es nuestra, la del barrio extendido. La voz que abre el magazine es la de Itziar, que esta semana lleva el turno de edición —la próxima tocará a otra vecina—, y el boletín no habla de “última hora” como una sucesión de generadores de ansiedad sino de lo que realmente importa: cómo han quedado las reservas de agua tras la lluvia, en qué calles habrá hoy pruebas de movilidad eléctrica compartida, qué deliberaciones se abren por la tarde en el centro cívico y cuáles son las piezas culturales que se recomiendan para el fin de semana.

Si el gobierno aquí es transparente por diseño —Asamblea que decide con amplio respaldo y Junta de Garantías que frena cuando ve riesgo de pasarnos de los límites ecosociales—, los medios son la respiración de ese sistema: una red de micromedios de base conectados en federación, con reglas comunes de trazabilidad y claridad, y una cultura de relato que se parece más a conversar que a gritar. Es difícil exagerar lo que cambió cuando pasamos de la pugna por el clic a la responsabilidad por el contexto.

Cada pieza informativa, ya sea un reportaje sobre un Consorcio de Misión o un aviso de la Intendencia, llega con su “hoja de servicio” que incluye fuentes publicadas, datos enlazados al registro correspondiente, coste en Codos de la acción referida y, cuando aplica, relación con acuerdos de la Asamblea. Todo legible, todo auditable por muestreo desde las Combas, igual que hacemos con las cuentas abiertas de nuestras organizaciones.

Las “redes sociales”, tal y como las conocimos en los años veinte, ya se prohibieron sin rodeos porque eran un problema de salud pública y de ecología mental: convertían la atención en materia prima para modelos de negocio opacos, diseñaban adicción con recompensas intermitentes, normalizaban el acoso y la comparación constante, erosionaban la autoestima especialmente de los más jóvenes, multiplicaban la ansiedad y el insomnio, y en lo colectivo, polarizaban barrios y familias con cámaras de eco, hacían viral la desinformación más rápidamente que cualquier rectificación, debilitaban la confianza en las instituciones y en el vecino, y además consumían recursos materiales y energéticos a una escala absurda para el nulo valor social que devolvían.

En su lugar levantamos un Patio Federado de Conversación Pública: no es un feed infinito sino un conjunto de plazas y correspondencias con protocolos abiertos alojados en las Combas, en los que cada cual participa con una identidad cívica bajo tu control y con seudónimos robustos para crear o disentir sin quedar expuesto al mercado de datos; no hay “seguidores” ni ránkings, ni botones que te premian por pulsar, y toda afirmación sobre asuntos comunes va automáticamente anclada a su rastro de actas, datos y decisiones de Asamblea y Junta de Garantías, con un botón de contexto que cualquiera puede abrir para entender de dónde sale lo que lee.

La moderación es restaurativa y rotativa (mérito y sorteo, como en otros ámbitos), hay ventanas de silencio por defecto y un ritmo humano que desalienta el grito; el orquestador (software libre, explicable y auditable) no persigue tu tiempo, sólo te sugiere caminos según el propósito que declares (“informarme”, “aprender”, “colaborar”, “cuidar”), y puedes apagarlo cuando quieras. Hasta los “anuncios” dejaron de comprar nuestra atención: ahora son avisos de servicio y llamamientos de misión con información verificable sobre turnos, seguridad, retorno comunitario, etc.

Las aportaciones útiles reciben reconocimiento cívico (por ejemplo en derechos de edición rotativos, prioridad para formar parte de equipos de verificación, invitaciones a curadurías temporales), porque aquí lo que se valora es mejorar la comprensión compartida y no engordar métricas vanas.

Todo queda trazado —sin comerciar con lo íntimo— y puede revertirse, y, cuando hay daño, se documenta y se repara; así la conversación pública dejó de ser una jaula de estímulos y volvió a ser lo que siempre debió: un espacio para pensar juntas, decidir con reglas y, de paso, cuidarnos.

Sé que suena idílico; por eso os hablo también de los anticuerpos. La desinformación no desapareció con la nueva arquitectura: mutó. Aprendimos a responder sin convertirnos en policías del pensamiento. Primero, con ventanas de silencio y ritmos humanos —la atención no está siempre en venta—; segundo, con simulacros periódicos donde los propios medios, Combas y Gremios de Bien Común ensayan incidentes de rumorología para medir nuestros reflejos; tercero, con herramientas de contexto compartido: cuando un mensaje se vuelve virulento, el sistema te ofrece en dos clics el estado del arte (qué sabemos, qué no, cuál es la vía formal para aportar evidencia). Ahí mi oficio de jurista me sigue sirviendo: el derecho como lenguaje claro y marco de garantías, no como garrote.

Otro aprendizaje grande fue reconciliar privacidad y transparencia. Lo público es más público que nunca —cuentas, contratos, licitaciones, estándares—, pero lo íntimo es más íntimo porque dejamos de confundir “servicio” con “explotación de datos”. El dato personal es tuyo y, cuando se usa para bien común, queda trazado y reversible. La prensa ya no vive de extraer perfiles, sino de producir comprensión. Quizá por eso han crecido tanto los géneros largos, la crónica serena, el ensayo coral que atraviesa disciplinas, y han perdido terreno las sirenas del grito. No es que no quede espectáculo —somos humanos—, es que ya no manda.

Y por supuesto, la conversación no termina en la pantalla. Cada semana, el foro de plaza mezcla radios comunitarias, periódicos vecinales, iniciativas creativas y equipos técnicos de la Intendencia para preparar un “parte de servicio” común: qué necesita la ciudad, quién lo cuenta mejor, qué dudas han quedado en el aire y a qué Comba hay que ir para deliberarlas. Puede parecer menor, pero ahí se nota que hemos dejado atrás la vieja confusión entre opinión y decisión: opinamos en abierto, decidimos con reglas. Y cuando decidimos, lo contamos con claridad para que cualquier persona —sea abogada, jardinera o aprendiz de mecánica— pueda seguir el hilo y pedir cuentas si algo no encaja.

La Biopolis no inventó la conversación, ya venía de antes, pero la situó en un marco donde la vida buena es el norte, la ecología es el límite y el derecho a entender es tan evidente como el derecho a hablar.

Quizá por eso hoy cierro la radio de la Comba, guardo el móvil en el bolsillo y me voy andando al puerto. Allí, los del Consorcio que electrifica la logística costera están grabando una pieza con estudiantes de instituto sobre cómo suena un muelle sin diésel.

La escucho, sonrío y me repito lo de siempre, porque sigue siendo verdad: la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.