Si en la Biopolis hay una promesa que convierte cualquier biografía en un trayecto seguro, es la del hogar. No como mercancía, sino como derecho de uso garantizado y como infraestructura del buen vivir. Cuando decimos que cada persona tiene cubiertas sus necesidades básicas hablamos, ante todo, de un techo bien orientado, de una envolvente saludable y de una red barrial que sostiene la vida cotidiana sin sobresaltos. La vivienda dejó de ser un activo financiero y volvió a ser lo que siempre debió: un lugar para habitar, cuidar, aprender y envejecer en compañía. Por diseño y por mandato, la Biopolis asegura alojamiento universal dentro de los límites ecosociales comunes, y de ese principio se desprende todo lo demás.
El cambio de paradigma comenzó por el suelo. El territorio dejó de repartirse en parcelas para especular y pasó a integrarse en un Fideicomiso Cívico del Hábitat donde el valor no es el precio de compraventa sino su función social y ecológica: proteger suelos fértiles, densificar donde ya hay servicios, restaurar tejidos intermedios entre lo urbano y lo rural, y asegurar que cualquier decisión de uso encaje con el “gemelo ecosocial” que modela impactos y necesidades a distintas escalas. La Asamblea define las reglas y la Junta de Garantías verifica que cada operación de vivienda respeta el doble anillo de la Rosquilla —cobertura de necesidades y límites planetarios—, de manera que la libertad individual de configuración no empuje al conjunto fuera del carril seguro. La asignación de viviendas no se improvisa: la orquestación con IA —libre, auditable y sometida a consentimiento— cruza datos de demografía, cuidados, accesibilidad, energía y movilidad, y propone emparejamientos dinámicos que después se deliberan y ajustan en las “Combas” de cada barrio.
Quien llega a la mayoría de edad recibe un derecho de uso suficiente para vivir con autonomía, y ese derecho evoluciona a lo largo del ciclo de vida: se amplía si aparecen criaturas o personas dependientes, se adapta si surgen limitaciones de movilidad, se rota si tu misión te traslada temporalmente a otra Biopolis. Aquí no se heredan metros cuadrados, se hereda pertenencia a una comunidad que no expulsa a nadie por su renta. La movilidad residencial existe, pero responde a necesidades y propósitos, no a apuestas. El “precio” deja de ser palanca de exclusión: los elementos básicos de la casa —superficie razonable, aislamiento, ventilación, acceso a luz natural, cocina y baño accesibles— se cubren con la Asignación Ciudadana y tienen precios regulados; los extras no básicos se pagan en Euros y su huella se descuenta en Codos, de modo que quien desea más lujo en materiales o domótica asume su coste ecosocial sin violentar el umbral universal.
La producción de vivienda se reorganizó sobre una premisa tan sencilla como fecunda: rehabilitar primero, completar después, construir nuevo solo cuando no queda alternativa mejor. La Unidad de Producción Comunitaria del Hábitat coordina brigadas de rehabilitación energética, carpinterías de madera estructural, laboratorios de bio-materiales y bancos de piezas reutilizables, mientras que las Iniciativas de Interés Ciudadano aportan diseño, prefabricación abierta y acabados con identidad local. Cuando un reto excede la escala de lo cotidiano —por ejemplo, convertir un barrio entero en positivo en energía o adaptar un frente marítimo a temporales más frecuentes—, se activa un Consorcio de Misión con mandato claro, métricas en Codos y obligación de liberar planos, procesos y aprendizajes para que otros territorios repliquen. Ganamos todos si lo útil se comparte a tiempo.
El resultado se nota en la trama fina: portales que ya no son vestíbulos de paso sino nodos de cuidados, con una sala Comba donde se acuerdan turnos, un cuarto de herramientas compartidas y una pequeña cocina comunitaria que funciona como comedor vecinal cuando hace falta. Las plantas bajas recuperadas del aparcamiento privado alojan talleres, consultas de proximidad, ludotecas y espacios de fisioterapia, y en las cubiertas aparecen huertos ligeros y captadores que reducen demanda energética y alimentan microredes. Cada edificio publica su “pasaporte de materiales” y su plan de mantenimiento abierto, de modo que cualquier intervención futura conserva trazabilidad y evita despilfarros. Esta arquitectura de proximidad sostiene el nuevo reparto del tiempo entre Servicio Básico Comunitario e Iniciativa Propia, porque acerca lo imprescindible y libera horas para crear y descansar sin desplazamientos inútiles.
También cambió la forma en que medimos “lo suficiente”. El estándar ya no es la metrificación del estatus, sino el confort hídrico y térmico, la calidad del aire, el silencio interior, el acceso a luz y a espacios comunes bien diseñados. El gemelo ecosocial calcula el coste en Codos de cada metro cuadrado en función de su localización, materiales, energía y movilidad asociada, y empuja a soluciones sobrias e inteligentes: galerías bioclimáticas, envolventes en madera y fibras vegetales, ventilación cruzada, patios productivos que bajan la temperatura urbana y almacenan agua. La transición energética no se resolvió con aparatos, sino con edificios que demandan poco, producen parte de lo que consumen y gestionan la intermitencia en vecindad. Donde antes había trasteros cerrados, ahora hay salas de baterías comunitarias y espacios de reparación que alargan la vida de los objetos.
La relación entre vivienda y cuidados tuvo quizá el impacto más profundo. Decidimos que nadie cambiase de casa por un trámite burocrático o por una caída. Adaptar es la primera respuesta: puertas anchas, baños reversibles, cocinas seguras, sensores no intrusivos gobernados por la propia familia y conectados al centro de cuidados de la Comba. Cuando la autonomía se reduce, se activa un “contrato de convivencia” con apoyos rotativos del vecindario, asistentes de movilidad y, si procede, intercambio de turnos SBC entre personas que se cubren mutuamente. Las residencias masivas dieron paso a unidades de convivencia insertas en edificios ordinarios, sin segregación etaria, y con patios donde conviven escuelas infantiles y huertos sénior. La casa siguió siendo casa, y el barrio, red de seguridad.
Como en el resto de la economía, los mercados existen donde no dañan lo común. Hay oferta libre de acabados, de arte y de servicios no básicos —desde bibliotecas de objetos hasta estudios de sonido domiciliarios— y ahí cada cual decide si quiere gastar sus Euros y sus Codos adicionales. Lo que no existe es la renta extractiva ni la especulación con el derecho de uso: si ya no necesitas una vivienda asignada, la devuelves al Banco de Espacios del barrio con un proceso ágil y sin estigma, y la Intendencia reasigna según prioridad ecosocial. Cuando un conflicto aparece —ruidos, deterioros, incumplimientos—, se activa la mediación restaurativa y, si hace falta, un panel mixto con representación de la Asamblea, la Junta y el Gremio del Hábitat que fija reparación concreta, no castigo abstracto. La trazabilidad y la claridad reducen la arbitrariedad y cuidan la convivencia.
La movilidad transformó silenciosamente la vivienda. La desaparición del coche privado liberó miles de metros cuadrados en sótanos y viales que ahora alojan producción urbana limpia, salas de ensayo, gimnasios de salud pública y aulas de oficio. Las calles se convirtieron en corredores de clima y juego, y el estándar de “quince minutos” dejó de ser una consigna para convertirse en una experiencia diaria: el trabajo básico, los cuidados, la escuela, la compra y el ocio caben en el radio de una caminata agradable o un paseo en bici asistida. Al bajar la necesidad de moverse, bajaron también los metros “por si acaso” en cada casa, porque el barrio aporta lo que antes se encerraba tras la puerta.
No idealizo: llegar aquí exigió demoler inercias y reconciliar deseos legítimos con límites físicos. Hubo que explicar muchas veces por qué no tenía sentido construir en vegas fértiles o levantar torres vidriadas que brillan en los catálogos pero enferman con el primer verano duro; hubo que aceptar que el confort no depende de aparatos cada vez más potentes, sino de decisiones silenciosas en el proyecto y en la gestión comunitaria; hubo que aprender a cambiar de casa sin que doliera al orgullo y a compartir espacios sin sentir que la intimidad se evapora. Lo sostuvieron reglas claras, cuentas abiertas, auditorías ciudadanas por muestreo y una cultura de prueba y mejora que ya forma parte de nuestro instinto cívico.
A mis 76 años sigo en el mismo edificio de Getxo, pero no es el mismo. Donde antes guardaba un coche que apenas usaba, ahora hay un taller de bicicletas y un banco de herramientas que mantiene medio barrio; la vieja cubierta plana es un huerto de temporada que refresca las noches de agosto; el portal tiene una sala donde deliberamos y cuidamos, y el ascensor que instalamos hace años convive con una rampa amable que invita a quedarse en la planta baja a charlar. Cuando subo a casa y cierro la puerta, sigue siendo mi hogar; cuando la abro, sé que la vivienda es también la red que me sostiene. Y os lo repito una vez más, porque nos ha traído hasta aquí: la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.
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