Sombras y grietas de un proyecto vivo, Biopolis Cantábrica año 2046.

No me gusta el tono complaciente con el que a veces se habla de Biopolis Cantábrica, como si hubiéramos encontrado una fórmula mágica inmune a la fragilidad humana y al capricho del clima. Lo que hemos construido funciona mejor que aquello que dejamos atrás, pero no es un jardín sin maleza. Cada cierto tiempo la realidad nos recuerda que el pasado no se esfuma porque lo neguemos, que las inercias íntimas pesan y que las estructuras que nos sostienen —Asamblea, Junta de Garantías, Intendencia— son artefactos humanos, y por tanto imperfectos, sometidos a tensiones que no se resuelven con consignas. Aun así, prefiero contarlo con la serenidad de quien ha visto crecer esta casa: en medio de los aciertos conviven grietas que cuidamos, no para flagelarnos, sino para no bajar la guardia y, sobre todo, para que nadie se sienta engañado.

No todo el mundo encaja al mismo ritmo en el doble anillo que nos hemos impuesto: cubrir lo básico sin salirse de los límites del planeta. Lo descubrimos, por ejemplo, cuando la temporada aprieta y el contador de Codos se vuelve una presencia tan tozuda como el frío. Hay semanas en que se siente como un reproche: otra ducha corta, otro aplazamiento del capricho, otra explicación a un adolescente que mira la pantalla de su móvil —ese que ya no es como los de antes, pero sigue siendo un artefacto de deseo— y pregunta por qué sus amigas de otra Biopolis tienen margen para un festival que aquí no cuadra. Hemos aprendido a convertir esa fricción en conversación, a explicar con datos y con rostro, a abrir los gemelos ecosociales en la Comba y ver juntos qué nos sobra y qué nos falta. Pero conviene admitirlo: el rigor que evitó que nos estrelláramos también cansa, y para sostenerlo hacen falta argumentos renovados, ritos de pertenencia, descansos pactados y, de vez en cuando, ese pequeño lujo austero que no descuadra el balance y que da oxígeno al ánimo.

El Servicio Básico Comunitario es columna vertebral y, a ratos, es una vara exigente. En papeles todo está pensado para que nadie cargue por encima de lo razonable, para que los turnos roten y las vidas encajen, pero la vida real, ya sabéis, introduce sus nudos: un cuidado que se alarga, una lesión que vuelve, un equipo que encadena imprevistos y ve cómo su calendario se vuelve una manta corta. Cuando eso pasa, el sistema responde —créditos de cuidado, sustituciones automáticas, mediación restaurativa—, y, aun así, la sensación de “otra vez me toca” aparece con la obstinación de lo cotidiano. No romantizo: la libertad que conquistamos vino acompañada de obligaciones claras, y lo responsable es reconocer el desgaste que produce cumplirlas y la tentación de hacerse el distraído. Hemos visto aparecer pequeñas economías de sombra donde se intercambian horas y favores fuera del bazar público de turnos: no llevan dinero, pero sí deuda moral, y cuando afloran, exigen una mezcla de firmeza y comprensión para traerlas de vuelta a la luz sin humillar a nadie.

La Intendencia trabaja con cuentas abiertas y auditorías por muestreo, y sin embargo la sombra de la vieja desconfianza asoma en cuanto hay retrasos o errores. Bastan un par de envíos que llegan tarde, un piloto tecnológico que prometió más de lo que dio, una explicación torpe en el Patio Federado de Conversación, para que florezca el rumor de incompetencia o, peor, de favoritismo. Hemos diseñado anticuerpos —registros trazables, derecho a réplica con contexto, mecanismos de veto de los Gremios de Bien Común—, pero no es magia. Hay que bajar a los talleres y a las cocinas de barrio a escuchar el enfado, a aceptar que la técnica no basta si no va envuelta en una cultura de reparación. Y hay que asumir que el viejo reflejo de pedir cabezas sigue ahí, agazapado, aunque sepamos que el mérito y el sorteo reducen la captura del poder bastante mejor que los linchamientos simbólicos.

También nos acompaña un ruido de fondo que procede del mundo que no quiso o no pudo cambiar al mismo ritmo. Las campañas de desinformación no han desaparecido, solo se han vuelto más sutiles. Ya no son las cadenas virales groseras de antaño; ahora llegan envueltas en lenguaje cuidadoso, con datos a medias, con voces que se mimetizan entre nosotras para sembrar dudas sobre el sentido de compartir los avances, sobre la supuesta ineficiencia de las cuentas abiertas, sobre si la Biopolis no será, en el fondo, una fábrica amable de conformismo. La respuesta técnica —contexto, trazabilidad, simulacros de rumorología— funciona, pero no sustituye a lo esencial: construir confianza cara a cara, mantener el músculo de la conversación larga, recordar por qué renunciamos a las viejas redes comerciales que nos enfermaron por dentro. A veces, incluso con todo eso, queda el sabor agrio de haber dedicado demasiada energía a neutralizar veneno ajeno mientras el trabajo callado esperaba en la cola.

Hay otros choques menos visibles. La promesa de alojamiento universal alivió la vida de miles de personas, pero también despertó un anhelo casi infantil de casa “a la carta” que el suelo y la energía no pueden conceder. No basta con explicar que el Fideicomiso del Hábitat protege vegas fértiles o que las envolventes de madera y fibras vegetales son un límite sensato: a veces duele renunciar a aquella buhardilla con vistas imposibles o aceptar que la rotación residencial por misión es parte del pacto. Quien llega nuevo siente que la “asignación de uso” es un examen de pertenencia y no un derecho que lo abraza; quien lleva aquí toda la vida nota que el portal ya no es solo suyo, que la sala de Comba introduce voces y hábitos que desafían la costumbre. Nos ha tocado inventar ritos de mudanza que honran lo que se deja y celebran lo que se encuentra, y hemos aprendido que una mediación a tiempo evita el veneno lento del resentimiento. Aun así, confieso que, a mis años, hay mañanas en que echo de menos el silencio egocéntrico de las viejas comunidades cerradas, y enseguida me corrijo recordando lo que pagábamos por aquel falso sosiego.

La economía del “resultado comunitario” ha reducido la fiebre por acumular Euros y ha hecho inteligible el coste en Codos, pero tampoco ahí es todo terso. Quien innova espera el reconocimiento justo por una mejora que reduce huella, y el sistema se lo da con una porción de esa ganancia; sin embargo, la frontera entre aportar de verdad y vestir de épica un arreglo menor es difusa. Vemos dossiers impecables que explotan el lenguaje de la evaluación para inflar impactos, prototipos que funcionan en piloto y se deshacen al escalar, y gente de talento que se fatiga de justificar cada paso hasta el extremo. Los Gremios piden prudencia; la Asamblea reclama velocidad cuando un invierno amenaza con ser más duro que el anterior; la Junta de Garantías sostiene el freno con la paciencia de quien sabe que un error grande hace más daño que tres aciertos pequeños sumados. Entre tanta tensión, lo más fértil es lo menos vistoso: equipos que documentan bien el fracaso, que abren sus bitácoras de error, que prefieren retractarse a tiempo antes que forzar una victoria pírrica.

Nuestras herramientas de defensa son no letales por diseño, y aun así nos obligan a preguntarnos qué hacemos con el poder cuando es nuestro. Las ondas Gallas han desarmado la épica del enfrentamiento y han convertido la seguridad en una práctica más cercana a la medicina que a la guerra, pero esa misma técnica puede usarse como atajo para evitar conflictos que merecen palabra, no neutralización. El protocolo exige autorización humana, trazas completas, auditorías externas y simulacros periódicos, y aun así he estado en círculos restaurativos donde vecinos nos reprochaban haber pulsado el botón demasiado pronto, y en otros donde nos afearon haberlo hecho demasiado tarde. No hay manual que elimine la dilema moral, pero sí hay una cultura que lo sostiene: decidir con reglas, asumir responsabilidad y dejar que la documentación pública haga su trabajo de memoria.

El clima, mientras tanto, no negocia. Cada ola de calor, cada granizada fuera de calendario, cada marejada que muerde un metro más de escollera, nos recuerda que vivimos en un mundo dañado que no repara al ritmo que desearíamos. Por más que las cuencas estén mejor cuidadas, por más que la agroforestería haya devuelto mosaicos a los valles y la costa multiplique huertas marinas, hay años malditos. Y en esos años la autosuficiencia se tensa: reducimos variedad en la canasta básica, activamos corredores entre Biopolis con contabilidad de Codos compartida, priorizamos hospitales y escuelas, y, sin embargo, la frustración crece. Ni el mejor orquestador ni el más sabio de los gremios cambian el hecho de que habrá menos de lo que apetecía, y que el deseo es una fuerza antigua que no entiende de contabilidades. De ahí que cuidemos tanto los comedores por Combas, los menús de temporada, los pequeños placeres no culpables que hacen más llevadera la escasez sin negar su causa.

La conversación pública mejoró cuando dejamos atrás los mecanismos adictivos y las recompensas vacías, pero también ahí hay riesgos. La identidad cívica, con su consentimiento granular y su derecho a la revocación, nos protegió de la explotación comercial, y el Patio Federado con sus “hojas de servicio” nos dio contexto, pero la tentación de la pereza informativa vuelve en cuanto baja la atención. Cuando una deliberación se alarga o un expediente técnico no cabe en un par de mapas legibles, asoma la vieja impaciencia revestida de nueva jerga. He visto asambleas de Comba donde el formalismo ganaba a la escucha, y he tenido que recordar que la transparencia no opera por sí sola: si queremos comprender, tenemos que querer comprender. No es un sermón, es un recordatorio para mí mismo: esto no es un tablero de mando, es una comunidad.

También nos atraviesa una tensión discreta entre excelencia y equidad. Juntamos talento en consorcios que buscan desalar con menos Codos, electrificar la logística costera sin ruido, diseñar envolventes que respiran como bosque; para atraer a quienes saben de verdad, no ofrecemos sueldos estratosféricos ni privilegios, sino sentido, pertenencia y reconocimiento. En general funciona, pero hay días en que el ritmo del conjunto desespera a la persona brillante, y días en que el brillo individual ciega la humildad que exige trabajar con límites. He aprendido a verlo como un pulso inevitable: si ganara siempre la equidad, nos volveríamos planos; si ganara siempre la excelencia, nos romperíamos por el eje. La madurez está en sostener ese equilibrio con reglas claras y con una ética del cuidado que valga para todas.

Por último, algo que no parece técnico y lo es todo: la memoria. Venimos de transiciones duras, de pérdidas que marcaron generaciones, y a veces nos comportamos como si bastara con mirar adelante. No basta. Algunas sombras que nos visitan —la tentación del atajo, el miedo a quedarnos atrás, la ansiedad por el control total— tienen raíces en historias no contadas. Por eso, en las escuelas y en las Combas, dedicamos tiempo a narrar de dónde venimos, a escuchar a quien sintió que su oficio desaparecía, a aprender de quien vivió la violencia antes de que las Gallas cambiaran el guion, a honrar a quien aceptó mudarse para que una vega siguiera siendo fértil. No se trata de museizar el dolor, sino de darle lugar para que no se convierta en fantasma. Sin memoria, la Biopolis sería eficiente y hueca; con memoria, es un organismo que sabe por qué se cuida.

Podría seguir, ya me conocéis, pero no quiero convertir este capítulo en una letanía de defectos ni en un panegírico del aguante. Prefiero quedarme con esta idea simple: lo que hemos levantado no es un paraíso blindado, es una forma de vivir que se sostiene porque reconoce su vulnerabilidad y la trabaja. En la suma de nuestros días buenos y de nuestras noches de dudas, Biopolis Cantábrica no es un eslogan, es un pacto que se renueva cuando miramos a los ojos el cansancio, el deseo, la impaciencia y la tentación, y elegimos, otra vez, el camino largo. Y sí, permitidme que cierre como empecé hace veinte años: la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.

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