Los Estados Libres Maga: la libertad que arrasa.

No sé en qué momento exacto la palabra libertad empezó a significar su contrario al otro lado del océano, pero sé que la fractura que siguió dejó una cicatriz que todavía supura. La segunda guerra civil norteamericana, precipitada tras el tercer mandato del dictador Donald Trump, no solo reconfiguró un mapa; abrió la puerta a un experimento político que hizo del dinero su única brújula y del planeta un simple almacén prescindible. De aquella guerra emergieron los Estados Libres Maga —los ELM—, un conglomerado de estados encabezados por Texas y Florida que transformó la vieja retórica de “menos gobierno y más libertad” en un régimen corporativo total, con fronteras más parecidas a aduanas de un holding que a límites de una república, y con leyes que son contratos privados blindados por árbitros a sueldo. Así empezó el antagonista perfecto de nuestra Comunidad Biopolita Europea, la negación sistemática de la Rosquilla y de cualquier límite que no fuera el balance de caja.

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Desde sus manifiestos fundacionales, los ELM declararon que la libertad consistía en que cada cual pudiera hacer absolutamente lo que quisiera para obtener el máximo dinero posible y en poder utilizarlo sin ninguna restricción. Ese catecismo, en apariencia simple, vació la palabra de su contenido cívico y la convirtió en licencia para extraer, quemar, privatizar y desechar. El resultado fue inmediato: los derechos se tasaron en índices de solvencia, los ríos en activos titulizados, los bosques en garantías colateralizables y las personas en capital humano con cláusulas de rescate. La fe en el mercado como justicia última hizo el resto. Donde aquí discutimos con gemelos ecosociales y límites, allí se firmaron “cartas de inmunidad productiva” que eximían de responsabilidad a quien invirtiera lo suficiente. Para mi oficio de jurista fue como asistir a una demolición controlada del Derecho: el Estado convertido en bufete de los más fuertes, los tribunales reemplazados por cámaras de arbitraje sin luz, el daño ambiental rebautizado “externalidad inevitable” y el delito empresarial recubierto de compliance ornamental.

La élite económica de los ELM no ocultó sus intenciones. Un millar largo de mega–multimillonarios se mudó a una estación lunar a la que bautizaron, con banal arrogancia, Liberty Crater Club. Desde allí, su propaganda vendía una fantasía de colonos galácticos que habían “trascendido” las limitaciones del barro terrestre, mientras en la Tierra millones de personas malvivían operando las cadenas de extracción que suministraban materiales y energía a la base. En su relato, la Luna era la “nueva frontera” y el humo de cada lanzamiento un himno de progreso; en los hechos, una coreografía de cohetes dejó un rastro de carbono negro en la estratosfera, pulverizó corredores migratorios de aves y multiplicó el tráfico de hidrocarburos para alimentar un ecosistema de lujo orbital. El club tenía suites con gravedad modulada, cúpulas para golf sin viento y cavas presurizadas; abajo quedaban los turnos de doce horas en minas a cielo abierto, los puertos saturados de fuel barato y los hospitales con generadores parpadeantes. El contraste era obsceno y, por eso mismo, pedagógico.

Quien quiera entender por qué los ELM son desastrosos para el planeta debe seguir la contabilidad que no aparece en sus folletos. Reabrieron cuencas de carbón bajo el eufemismo de “resiliencia energética”, expandieron el fracking hasta zonas de riesgo sísmico re-etiquetándolo como “aprovechamiento de microfracturas”, autorizaron arenas bituminosas con “tecnologías de mitigación” que no mitigaban nada, y convirtieron el mar en cantera: minería de fondos abisales para metales críticos, destrozando ecosistemas que tardan milenios en regenerarse. En paralelo, reactivaron proyectos de geoingeniería unilaterales —inyecciones estratosféricas de aerosoles y fertilización oceánica de laboratorio— que alteraron patrones de lluvia a miles de kilómetros, agravaron sequías en países vecinos y sembraron conflictos diplomáticos que después instrumentalizaron para vender “seguridad hídrica” como servicio. La atmósfera, el suelo, el agua y la biodiversidad pasaron a ser variables subsidiarias de una hoja Excel; cuando los modelos fallaban, cambiaban el modelo y seguían bombeando.

La otra cara de su utopía era la vida cotidiana. Se suprimieron regulaciones laborales con la promesa de “flexibilidad total” y llegaron contratos con cláusulas de permanencia forzada escondidas en bonos de reclutamiento; se privatizaron escuelas y emergieron currículos modulados por patrocinadores que enseñaban aritmética financiera antes que historia y teología del mercado antes que ética; se troceó la sanidad en paquetes y a quien no alcanzaba para el paquete “respiratorio” se le ofrecía un crédito con interés flotante y aplicación de cobro en tiempo real. En nombre de la seguridad se armó a civiles, se subcontrató el orden público y se instauraron zonas francas donde la empresa era ley. Quien se oponía no encontraba un juez independiente sino un algoritmo de riesgo que congelaba cuentas, bajaba su “índice de confiabilidad” y lo expulsaba de facto de la ciudadanía. Libertad, decían; desposesión, era la práctica.

Para sostener ese tinglado, los ELM necesitaban dos cosas: una fuente constante de recursos y un enemigo externo que explicara cualquier grieta. La primera la obtuvieron exprimiendo territorios limítrofes y tejiendo redes de proveedores con contratos de adhesión que convertían a países enteros en satélites productivos. La segunda la encontraron en nosotros. Desde el primer día hicieron todo lo posible por boicotear a las Biopolis: sanciones comerciales a quienes compartieran conocimiento con nuestra red, persecución de cooperativas que exportaban excedentes, campañas de difamación contra la Asamblea y la Junta de Garantías, y una máquina de rumorología que nos acusaba alternativamente de totalitarismo blando y de incompetencia suicida. Crearon granjas de contenido que imitaban nuestra estética, sembraron dudas sobre el sistema de Codos, tildándolo de “moneda de racionamiento”, y trataron de presentar la asignación universal como soborno para vagos. No era un debate; era una operación sostenida.

Las presiones no se quedaron en la propaganda. Probaron sabotajes a infraestructuras críticas con herramientas analógicas —porque sus drones y aparatos electrónicos son neutralizados por las ondas Gallas al cruzar nuestros perímetros—, intentaron corromper nodos de nuestras cadenas de suministro con sobornos sin rastro digital, y favorecieron la aparición de mercados negros que erosivasen la legitimidad de precios regulados. Recuerdo un caso que llevé en la Oficina Jurídica de mi Comba: una red que acaparaba baterías comunitarias para revenderlas a navegantes a motor que operaban fuera de norma; detrás del intermediario local había una financiera con sede en un freeport de los ELM que apostaba a la escasez en nuestras microredes para desestabilizar barrios. Lo desmontamos por dos vías, el derecho y la conversación: auditoría ciudadana, trazabilidad completa, círculos restaurativos con quienes se dejaron tentar y sanciones proporcionadas para los reincidentes; y, sobre todo, robusteciendo el “por qué” detrás de nuestras reglas para que no fueran solo obedecidas, sino comprendidas.

Hubo episodios más duros. Una noche de julio, un convoy de transportes sin componente electrónico —viejos camiones adaptados— intentó forzar un paso de montaña para verter lodos industriales en una cuenca de cabecera. La Galla no sirve contra la química, así que tocó activar el protocolo de contención física y presencia masiva de Combas aguas abajo para levantar barreras de emergencia mientras la Intendencia sellaba el paso y la Junta de Garantías imponía un cordón sanitario. No hubo heridos; sí hubo rabia. Al día siguiente los ELM denunciaron una “agresión a la libre circulación de mercancías”. Su libertad, otra vez, coincidía con nuestro derecho al agua limpia. Ganamos aquel pulso no por músculo, sino por coherencia: cuentas abiertas, registro público del incidente, asistencia a quienes perdieron un día de trabajo para estar en el río y reparación en especie y tiempo para los responsables locales que, sin pertenecer a la trama, facilitaron el camino. La seguridad, aprendimos, es ante todo comunidad despierta.

La “economía lunar” de los ELM, vendida como emancipación de las ataduras terrestres, fue el mayor acelerador de su huella. Cada lanzamiento a la órbita trajo su dosis de carbono negro y su cascada de residuos que multiplicó el riesgo de colisiones; cada reentrada dejó su estela de partículas; cada ciclo de suministro exigió nuevas minas, nuevos puertos y nuevas rutas aseguradas por mercenarios. Cuando les interpelamos por el coste real en agua y suelo de su supuesta edad dorada, respondieron con contabilidad creativa: offsets plantados en desiertos sin agua, créditos de biodiversidad comprados en reservas de papel y promesas de “descontaminación futura” a cargo de tecnologías aún no inventadas. El Liberty Crater Club se convirtió en escaparate de un lujo que para existir necesita un afuera degradado; cada copa de vino bajo la cúpula presurizada llevaba adherida una hebra de selva perdida, una bahía turbia, una escuela de barrio clausurada.

También intentaron la vía jurídica internacional, un terreno que conozco. Financieron despachos para cuestionar la legalidad de nuestras licencias recíprocas y de la obligación de compartir descubrimientos que reducen Codos; impulsaron tratados de “protección de inversiones” redactados a medida para demandar a Biopolis por “expropiación regulatoria” cuando subíamos estándares de salud o suelo; propusieron en foros multilaterales un nuevo derecho del inversor que, de facto, anulaba el derecho de las personas a agua, aire y cobijo. La respuesta exigió paciencia y alianzas. No nos encerramos en la virtud de los convencidos; extendimos redes con ciudades y regiones del mundo no alineadas que comprendían que el futuro es una coartada si no cabe la gente. Ganamos pleitos, perdimos otros, pero consolidamos una jurisprudencia nueva: el límite ecológico como bien jurídico tutelable, el hambre como violación de deberes positivos, la contabilidad de Codos como estándar técnico verificable y el gemelo ecosocial como prueba pericial. La ley, si se explica y se vive, deja de ser papel con sello y se convierte en dique.

Mientras tanto, la vida bajo los ELM se fue llenando de grietas. La propaganda funcionó unos años, pero el agotamiento tiene una forma de volver a la superficie. Los huracanes golpearon costas sin diques públicos; las olas de calor mataron a quienes no podían pagar kilovatios dinámicos; las epidemias de nuevas drogas baratas —diseñadas en laboratorios clandestinos que operaban como franquicias— vaciaron barrios y cargaron de trabajo a una sanidad troceada; el índice de natalidad cayó en picado donde la infancia se volvió inversión de alto riesgo, y el resentimiento se canalizó hacia minorías escogidas como chivos expiatorios en cada ciclo electoral privado. Empezaron las fugas. Primero con cuentagotas, luego en oleadas, personas cruzaron fronteras para pedir asilo ecosocial. Aquí los recibimos con reglas y con hospitalidad. No basta con querer; hay que hacerlo bien. Formamos paneles de acogida en Combas, documentamos saberes útiles, reconocimos oficios con contratos de aprendizaje reversible y, sí, investigamos infiltraciones sin convertir la acogida en sospecha institucional. Los ELM, por su parte, nos acusaron de “robar talento”. Otra vez su libertad era usufructo del talento ajeno; nuestra libertad, cuidar sin exigir obediencia.

Sería ingenuo afirmar que los ELM están en retirada. Disponen de recursos, controlan nodos logísticos y cuentan con la inercia de una cultura que confunde confort con derecho a todo. Pero también sería derrotista ignorar que su promesa se agrieta. La retórica de la “libertad sin límites” se enfrenta a su imposibilidad física y a su indecencia moral; el espejismo lunar deja ver el cable que lo sostiene; el mercado convertido en religión revela su orden sacrificial. Y aquí, con todas nuestras sombras y fatigas, seguimos sosteniendo otra palabra posible: la libertad como tiempo y seguridad para vivir, decidir y equivocarse sin que se hunda el suelo; la prosperidad como suficiencia compartida; la innovación como ampliación prudente de nuestro techo de Codos; la defensa como neutralización sin daño y memoria pública. Ellos nos hostigan; nosotros persistimos.

No cierro con una arenga, sino con una imagen. Hace unas semanas, en el puerto, coincidí con un grupo de jóvenes que ensayaba una pieza sobre cómo suena el muelle sin diésel. Entre compases, una chica me preguntó si creía que los ELM podrían cambiar. Le respondí que el Derecho es, a veces, una manera lenta de convencer al poder de que su interés coincide con el de todos; y que, mientras tanto, hay que proteger el agua, compartir lo útil y cuidar a quien llega con la maleta llena de miedo. Ella asintió y volvió al ensayo. El muelle sonó limpio. Y pensé que, pese a los cohetes que cruzan el cielo, la fuerza del mundo sigue aquí abajo, en los cuerpos que no se rinden y en la palabra libertad recuperada de quienes la robaron.

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