A veces pienso que el transporte fue el espejo donde primero se reflejó el cambio de civilización, porque tocaba a la vez el cuerpo y el imaginario: la manera en que nos movíamos decía quién creíamos ser. El día que soltamos el coche privado —no porque nos lo prohibieran, sino porque dejó de tener sentido, porque su coste en Codos era absurdo y el reproche social convirtió su ostentación en una falta de respeto— entendí que habíamos traspasado el umbral. También cuando dejamos de volar por costumbre y el avión quedó reservado a lo imprescindible, como si la altura, por fin, hubiera recuperado su solemnidad. La frase que más repito a las visitas es que no perdimos libertad, ganamos aire, tiempo y silencio, y que la movilidad se nos volvió un derecho garantizado sin sobreactuación ni ruido.
No hubo milagros; hubo una coreografía cívica que empezó mucho antes de los vehículos. La Asamblea fijó un propósito sencillo —garantizar desplazamientos seguros, accesibles y frugales en Codos— y la Junta de Garantías le dio contorno prudente para que cada decisión de infraestructura entrara en los límites ecosociales. Las Combas, en ese lenguaje llano que es su marca, discutieron recorridos cotidianos, crujidos de pendientes, sombras a mediodía y los cuidados que requieren las personas que dependen de nosotros. Con ese tejido previo, la Intendencia pudo hilar una Red Viva de Movilidad Común que no es una marca ni un logo, sino una orquesta silenciosa de trenes, tranvías ligeros sin raíles, funiculares, pasarelas móviles y flotas compartidas de bicis y motos eléctricas, todo gobernado por la IA orquestadora que sugiere combinaciones, reserva plazas y reconfigura frecuencias como quien mueve sillas en una plaza para que quepamos todos sin empujarnos. Y siempre, lo repito, con consentimiento humano y algoritmos auditables; aquí las máquinas no mandan, acompañan.
Las viejas autopistas fueron quizá el gesto más visible: dejaron de ser cicatrices y se volvieron corredores vivos. Donde antes ardía el asfalto ahora hay suelos drenantes, setos comestibles, líneas de tranvía de neumático y sendas anchas por donde discurren, sin jerarquías feroces, triciclos de reparto, sillas de ruedas motorizadas, patinetes familiares y caminantes que van a ritmo de conversación. Cuando la pendiente aprieta, un funicular se encarama con paciencia y, si la lluvia arrecia, una marquesina fotovoltaica se despliega como una vela. Las microfábricas modularon todo esto con piezas abiertas, reparables, estandarizadas en la CBE para que el mantenimiento sea un oficio más que una concesión opaca, y para que ningún tramo quede rehén de un proveedor. Lo que de verdad cambió, sin embargo, fue el tempo: ya no se atraviesa la ciudad; se la habita en tránsito, y eso la cuida.
El puerto fue nuestro laboratorio. De día huele a algas y a soldadura fría, de noche suena a mareas y a baterías que se cargan con compases de viento. Aquel Consorcio de Misión que electrificó la logística costera —con muelles que beben de mareomotrices, grúas de balance asistido y remolcadores que navegan con velas rígidas y asistencia eléctrica— nos enseñó que logística y paisaje no están condenados a pelearse. La dársena pesquera se quedó sin diésel sin perder músculo, y los corredores terrestres de ida y vuelta con el interior se sincronizan con el parte de mareas para que nada vaya a destiempo. Yo bajé allí varias semanas a ayudar con contratos comprensibles y, de paso, a escuchar: nadie exigió épica, sólo garantías claras y ritmos humanos.
Entre valles y barrios altos tendimos líneas de cable que no se notan desde lejos; cabinas ligeras, silenciosas, que enlazan laderas donde el tranvía sudaría. Cuando te subes, el suelo es de madera templada y la cabina habla en voz baja: te recuerda la curva de la colina, el protocolo de prioridad para quien lleva a una criatura o acompaña a una persona mayor, y el tiempo que falta para el siguiente cruce. No hay publicidad, hay avisos de servicio; y a veces, si el viento lo recomienda, la línea suspende su orgullo y te invita a bajar a un funicular: mejor llegar un minuto después que forzar a la montaña. Ese tipo de cortesía con el territorio es, al final, la cortesía con nosotros mismos.
En el agua, la costa atlántica se cosió con ferris eléctricos de foils que apenas dejan estela y con naves de vela asistida que aprovechan los alisios como si hubiéramos recordado un idioma antiguo. Los canales urbanos, ahí donde existían o donde la recuperación ecológica los fue insinuando, se abrieron a una logística menuda de barcazas bajas que entran y salen como gatos, sin armar ruido; y aunque a veces el temporal nos obliga a recogernos, el gemelo ecosocial anticipa esas ventanas y la red completa se reajusta para que el mercado de barrio, el centro de salud y la escuela nunca queden lejos. Cada travesía declara su coste en Codos y, si el día viene generoso —sol alto, viento amable, demanda repartida—, parte de ese coste se condona y el viaje te sale casi gratis, que es como decir que el clima nos regaló empuje y lo devolvimos en forma de acceso.
Me preguntáis mucho por la “última milla”, ese eufemismo de otro tiempo. Ya no es un rompecabezas de furgonetas con prisa sino un baile de proximidad: nodos de barrio donde convergen los pedidos comunitarios, triciclos de carga que comparten rutas con carritos de cuidados, y un puñado de sorpresas que a fuerza de funcionar dejaron de ser excentricidades: tubos neumáticos entre equipamientos cercanos para documentación y medicación urgente, taquillas de intercambio custodiadas por la misma comunidad, repartos a pie en calles de prioridad humana donde la prisa sólo pasa si la causa es legítima y visible. Lo esencial se mueve con buen tino; lo accesorio espera su momento.
La movilidad personal, la que hacemos con el cuerpo, dejó de ser un acto de resistencia. Ni heroicidad deportiva ni “valentía” para meterse entre máquinas; es un gusto. Las bicis y las motos eléctricas son prótesis amables de la autonomía, con límites de velocidad que se adaptan a la densidad de la calle sin sermonear y con seguros ecosociales que no buscan castigar, sino recomponer cuando hay daño. El casco no es una coraza, es un sombrero de viento. Si no quieres pedalear, hay patinetes de eje ancho que no tiemblan con los baches, y si prefieres caminar, los corredores sombreados conectan plazas, mercados y aulas como quien enlaza habitaciones de una misma casa.
Para ir lejos redescubrimos el tiempo. El tren —con sus variantes según terreno y demanda— se ha convertido en un lugar para leer, trabajar un rato o simplemente mirar por la ventana sin culpa. Las tarifas son llaves cívicas: con tu wallet, que ya integra Asignación Ciudadana y derechos de transporte básico, reservas una butaca o un compartimento de conversación; si viajas con criaturas o dependencias, el sistema te propone vagones tranquilos, aseos de cuidados y personal de apoyo rotativo que no es “de seguridad” sino de hospitalidad. Viajar se volvió un modo de estar juntos, no un trámite competitivo. Y aunque existen alas que aún se despliegan —dirigibles de baja huella para emergencias o islas, planeadores asistidos cuando la geografía no ofrece otra salida—, son la excepción que confirma la regla de la frugalidad.
Toda esta red respira con nuestra economía doble. El transporte básico entra en la garantía universal —como el agua, la energía o la educación— y su precio en Euros está regulado para que nadie quede fuera; el coste en Codos se hace visible en cada trayecto, de modo que aprender a moverse mejor es aprender a vivir dentro del límite común.
Lo mejor es que la red es transparente como una cuenta clara. Puedes abrir el gemelo ecosocial y ver cómo respira tu barrio: dónde conviene plantar más sombra para el próximo verano, qué rampas hay que suavizar, qué zonas hay que acercar, etc. Esa información no se guarda en cajas negras; vive en repositorios públicos y es auditable por muestreo desde las Combas, igual que hacemos con los contratos y con los presupuestos. Tener los datos no nos vuelve tecnócratas: nos vuelve responsables.
Quizá por eso, cuando me preguntan por qué estoy tan orgulloso de “nuestro sistema de transporte”, sonrío y digo que ya no pienso en él como un sistema; pienso en un modo de estar en el territorio sin arrancarle más de lo que puede dar. Y entonces, como siempre, me despido con la frase que nos acompaña desde el principio: la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.
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