Este es el principal argumento de los promotores privados para oponerse a las reservas de suelo para VPO ya que dicen que como no pueden cubrir lo que cuesta el suelo para VPO con las ventas de esas viviendas, tienen que subir el precio de las viviendas libres para cubrir costes.
En fin, como vamos a ver de forma muy sencilla, esto es una gran falacia, pero se puede presentar como una opinión razonable porque el sector de la vivienda es uno de los más opacos a la sociedad y la mayor parte de las personas no manejan las claves suficientes para hacerse un criterio propio.
Ahora que no nos oye nadie, os voy a contar cómo hace un promotor los números de su negocio, y podréis comprobar como este argumento no se sostiene por ningún lado.
A diferencia de lo que sucede en la mayor parte de los sectores productivos, en los que para calcular el precio final del producto se parte del precio de la materia prima, se le añaden los costes de producción y transformación, el beneficio industrial y por último se fija el precio (simplificando, claro), en el sector de la vivienda sucede exactamente lo contrario.
Lo primero que se estima es a cuanto se podrá vender el producto, es decir, a cuanto se podrán vender las viviendas; a continuación se calculan los costes de construcción y comercialización de las mismas y se descuenta el beneficio estimado (el otro día un promotor privado me confesaba que antes este beneficio era de un 30% de media, pero que ahora han tenido que ir reduciéndolo hasta el 15%… no está mal, eh?), y todo el resto es lo que se puede pagar por el suelo, por la materia prima.
Veamos un ejemplo sencillo: supongamos un suelo donde podemos construir 100 viviendas libres. En función de la ubicación, la situación del mercado, etc, estimamos que podemos vender esas viviendas a 360.000€, cada una (unos ingresos totales de 36.000.000€). Nuestros costes de construcción son de 120.000€ por vivienda y nuestro beneficio de 15.000.000€. En consecuencia, lo que podremos pagar por el suelo serán 9.000.000€.
Si en ese mismo suelo y en ese mismo contexto del mercado tuvieramos que realizar una reserva de VPO del 65%, por ejemplo, la situación sería la siguiente: podemos contruir 35 viviendas libres a 360.000€ y 65 viviendas protegidas a 120.000€ cada una, lo que suponen unos ingresos totales de 20.400.000. Con unos costes de la libre de 120.000€ y de la protegida de 100.000€, tenemos un total de 10.700.000€, lo que supone que para el beneficio del promotor y para el pago del suelo restan un total de 9.700.000€, y obviamente ambos tienen que reducir sus desorbitadas pretensiones de beneficio.
Sin embargo el promotor no podrá incrementar el precio de venta de las viviendas protegidas ya que está tasado por normativa, ni podrá incrementar el precio de venta de las libres ya que en todo caso las iba a vender al máximo posible. Sólo si el mercado admite nuevos incrementos este se producirá (y lo hará tanto si hay VPO como si no) pero no por la presencia de la vivienda protegida, sino porque el promotor va a procurar maximizar su beneficio.
El teorema científicamente irrefutable de Pablo tiene su corolario: como los promotores de vivienda libre y los propietarios de suelo tienen que repartirse la mitad del beneficio que ya han descontado como propio, de derecho «natural» (el máximo beneficio a costa de vender todas las viviendas a un precio máximo desregulado), hacen la cuenta al revés: dicen…
– «Me resisto a ganar la mitad por mi suelo o por mi promoción; lo que yo quiero es ganar lo que me tocaría si las 100 viviendas fuesen libres, y la culpa de que no sea así es de quien me impone esa carga. La culpa es de las VPO, y de quienes quieren hacerlas «a mi costa», reduciendo mi beneficio».
Ahora ya sabemos por qué los promotores privados de vivienda libre y los especuladores-propietarios de suelo piensan que los mínimos que imponen las leyes para que parte de las viviendas sean asequibles (VPO) son nefastos para su negocio. Pero… ¿nos vamos a dejar engañar por esta falacia?
Hay otro elemento de discusión que, de refilón, subyace en el intríngulis de la cuestión: si el máximo aprovechamiento (económico) que se puede obtener de un suelo corresponde de manera «natural» al propietario del suelo. Y, otra pregunta que nos podríamos hacer de manera previa a las anteriores, más ingenua si cabe: si el suelo se puede vender y comprar.
Respecto a la primera pregunta, en otros países europeos con mayor tradición social, participativa y democrática, las leyes que regulan la apropiación privada de los aprovechamientos del suelo son más sociales, o sea, restringen o limitan o incluso niegan el derecho «automático» del propietario a apropiarse también de lo que pueda ir encima de un suelo, y priman a quien tiene el derecho de decidir qué cosas se pueden construír encima (la comunidad, y los poderes públicos que ésta elige democráticamente para gestionar la cosa pública y los intereses generales). En la constitución española sólo se «limita» ese derecho de apropiación a una «participación de la comunidad» en las plusvalías generadas que en la legislación se ha materializado en una cesión de un 10 % del valor del suelo urbanizado, a favor de los ayuntamientos. Pero… ¿cómo puede ser que en una no-actividad económica, como es la tenencia de suelo, que no requiere más que sentarse encima del suelo a esperar a que se encarezca año a año, se imponga una participación en la plusvalía generada del 10%, y mientras tanto, en actividades industriales, productivas, se impongan impuestos del 35-32,6% (impuesto de sociedades en territorio común o territorios forales)? Milagros del ladrillo.
Respecto a la segunda pregunta («¿Se puede vender el suelo»?), sólo quiero hacer una referencia histórica a modo de txaskarrillo: cuando el séptimo de caballería y la compañía del ferrocarril se acercaron a los indios Sioux para intentar comprarles los suelos que históricamente ocupaban en el Oeste norteamericano, los Sioux se extrañaron mucho: no entendían que algo de uso común, público, necesario, imprescindible, natural y escaso, ligado íntimamente a su sociedad y a su manera de vida, se pudiera comprar y vender como si fuera una mercancía más. Tan es así, que los Sioux, no sin poca ironía (o quizás ingenuidad), les propusieron a los rostros pálidos:
– «Y entonces… ¿podemos venderos también el cielo que hay sobre nuestras cabezas? ¿Cuánto nos pagas por él? Porque si quieres, también te lo vendo».
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Fantástico comentario, Fernando, en tu argumentación está la raíz de toda la situación. Por cierto que lo de la comparación del 10% con el 35% del impuesto de Sociedades me ha parecido auténticamente brillante
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Colaboré con Javier García-Bellido, escribiendo este artículo, cuando el tema de moda en los debates urbanísticos era la estupidez de si ceder el 10 o el 15% del aprovechamiento….Que lo disfrutéis.
LO IMPORTANTE NO ES EL TANTO SINO EL CIENTO:
EN TORNO AL FúTIL DEBATE SOBRE EL CHOCOLATE DEL LORO EN EL URBANISMO ESPAÑOL»
Lo que está ocurriendo con el urbanismo español en estos días es el espectáculo de una clásica comedia de enredo, con engaños, malosentendidos, suposiciones, dimes y diretes, donde lo cómico reside en coger el rábano por las hojas como si éstas fuesen la realidad, desviando a los personajes y al espectador del verdadero problema. Parece que el debate se ha centrado en si los Ayuntamientos deben “cobrar” un 10 o un 15% de lo que genera el plan de urbanismo en su municipio. Como si fuese una cuestión de bajada de impuestos, tema que es siempre de fácil venta. Y en ese marginal de más/menos un 5% de las hojas del rábano parece que se concentra todo el futuro de la economía nacional del urbanismo, donde radica el verdadero rábano. Como si un miserable porcentaje fuese a resolver los problemas de fondo que sitúan al urbanismo español en un caso absoluta y relativamente excepcional en todo el panorama europeo que nos circunda.
Lo más tragicómico es que la reciente Sentencia del Tribunal Constitucional, por un lado, y el Proyecto de Ley del Suelo del Estado, ya sometido a su tramitación ante las Cortes Españolas, por otro, siguen recreándose en la misma comedia de enredo.
Veamos que esto es como lo del chocalate del loro o querer discernir si nos persiguen galgos o podencos para darnos un bocado. Fútiles debates desviacionistas que encubren que lo verdaderamente importante es el loro, el bocado y el ciento, no el chocolate, los podencos o ese marginal tanto por cada ciento. En esta apreciación ridícula reside toda la maraña que los interesados han creado sobre este sencillo asunto, ya perfectamente resuelto desde hace un siglo en los demás países. En el nuestro, por una desafortunada, franquista y proteccionista Ley del Suelo de 1956, seguimos enzangados yendo y viniendo, quitando y poniendo tantos por ciento de las hojas de las ya cuatro (!) reformas sucesivas de la misma malhadada Ley de 1956. Y todo ello por no querer tomar el rábano por donde se debe: la liberalización de la competitividad en la actividad empresarial de hacer ciudades en el seno de una economía postindustrial capitalista; liberalización que el franquismo no quiso entender y que cuatro reformas posteriores tampoco han sabido cómo desprenderse de tan inútil fardo o no han querido hacerlo. ¿No será esta carga una de las inefables pruebas del “atado y bien atado” del testamento del dictador que nos persigue como una maldición?
A los que carezcan de prejuicios ideológicos o les interese conocer el significado y alcance real de tales discusiones, especialmente en el contexto europeo, les bastará saber que España es el único país de nuestro entorno cultural occidental que hace exclusivos responsables de la urbanización de la ciudad futura a los propietarios del suelo agrícola y que les obliga en exclusiva a encargarse de su realización, con el insólito expediente resolutorio de hacerles además empresarios urbanizadores a la fuerza.
Imaginemos que uno de aquellos “indianos”, al retornar quiere ser el prócer de su pueblo natal. Tiene 1.000 millones de pesetas y regala a 10 propietarios coterráneos del mismo un cheque de 85 millones de pesetas a cada uno para que se construyan una casa en cada finca de pastizal. Y les dice que la condición es que, naturalmente, ellos se construyan las calles, traídas de agua, alcantarillados y zonas verdes por su propia cuenta y a repartir gastos comunes entre todos ellos; destinando parte del regalo a ese fin de la urbanización. Imaginemos que del total de los 1.000 millones de que dispone les dice que se reserva para él un 15% (150 millones) y que a cambio les pide que le cedan un pedacito de tierra donde poder construirse para él y sus familiares allegados una casa con esos millones que se ha reservado. ¿Creen los vecinos que es simplemente ético decirle al prócer que “ni hablar, que sólo le dejan que se reserve un 10% de los 1.000 millones que les ha regalado, que ellos exigen tener el 90% del total disponible para sí mismos (90 millones) y que él va sobrado con los restantes 100 millones?”
Lo que subyace en la exigencia actual de algunos interesados, es que los vecinos —después de siglo y medio acariciando los regalos que les aseguraban los próceres— han llegado a creerse que esos 1.000 millones del ejemplo son suyos por el ‘derecho natural’ que dicen es ‘inherente a la propiedad privada’ desde la Revolución francesa, considerando que a esos próceres les bastaría con que se les “cediera” un 10% de todo lo que este mismo les regale. Y así dicen que las botellas de la propiedad se las han dejado semivacías, cuando para el prócer están semillenas. El mundo visto del revés.
Pues exactamente es eso mismo lo que está pasando con el urbanismo hispano. El plan de urbanismo de cada municipio es como el prócer local y los vecinos son los detentadores de los terrenos de propiedad privada seleccionados por el plan para llegar a ser urbanizados. La tragicomedia que se representa es que se discute el porcentaje marginal que se reserva la Administración, como si el tal fuese un impuesto extraido del patrimonio privado emanado del derecho de propiedad.
¿Cómo es posible que esté tan arraigada en la mentalidad española esta visión inversa a la de los demás países? ¿En qué radica esta expresión sublime del manoseado Spain is different?
Muy fácil: como no había en España un empresariado industrial desarrollado, ni en el siglo XIX ni en la primera mitad del XX, el camino no fue el de incentivar su creación y potenciarlo en la libre competencia (corriente liberal otrora execrada por las derechas que ahora dicen reivindicarla), sino que el camino fue el de favorecer a los propietarios del suelo agrario que rodea las ciudades con el fin de que éstos fueran los únicos legitimados para encargarse de la construcción de los ensanches urbanos en régimen de monopolio. No se olvide que al urbanismo entonces se le llamaba “arte de construir las ciudades” ¡Como si hacer una entera nueva ciudad fuese cuestión análoga a construirse cada uno una casa de pisos para rentarla!
La primera medida expresa —reelaborada y ampliada durante el siglo y medio posterior, hasta hoy— ha sido la de rodear los terrenos mediante perímetros legales limitadores de quienes sí y quienes no se pueden beneficiar (cuasi cercas fiscales de los suelos urbanizables del ensanche) que garantizarán su protección monopolista, sin competencia posible. Y la segunda y definitiva ha sido la de regalarles las garantías hipotecarias suficientes para que pudiesen respaldar sus préstamos ante los bancos, necesarios para las cuantiosas inversiones requeridas en las obras de urbanización. ¿Cómo se cubre esta garantía hipotecaria? Para ello está la concepción absoluta de la propiedad fundiaria: si el Código Civil reconoce el derecho de accesión de todo lo que nazca, pase o caiga sobre una finca, hágase que todo “lo que pueda llegar a ser el valor futuro de la ciudad construida”; es decir, el aprovechamiento urbanístico añadido por el plan sobre dichas fincas, sea también propiedad patrimonial real del propietario del suelo, en compensación por esa “carga” de tener que urbanizar la ciudad futura.
Para que todo esto funcione bien —sigue el razonamiento vigente— conlleva crearle a la propiedad un sobrevenido derecho —no ya de poder edificar alguna casa suelta, el ius ædificandi, cosa que nadie niega en ningún país de nuestro entorno—, sino también —y aquí está la clave de bóveda de la originalidad del sistema español— crearle el derecho exclusivo de urbanizarlo, de hacer las calles, alcantarillados, zonas verdes, escolares, dotaciones públicas, luz, etc. Mas, ¿cómo financian los dueños del suelo las obras para poder ejercer ese derecho a urbanizarlo? Muy fácil: con el valor incrementado que adquieren los terrenos por mor del plan nuevo que le regala el aprovechamiento urbanístico futuro en su exclusivo derecho adquirido. ¡Perfecto!, se dirían los legisladores del siglo XIX y XX, así tenemos contentos a los electores censitarios y a los votantes rurales. Pero ¿y el empresariado industrial que debíamos incentivar? Como no lo hay, contentemos a los actuales electores. Con tan astuta medida el carácter monopolista de la posición central del terrateniente en el urbanismo español había quedado atada y bien atada. Pero a costa de cargarse al mundo de la empresa apartándolo de este sector.
El propietario del suelo que no urbaniza se enfrenta así, desde una posición legalmente reconocida de prepotencia, al empresario urbanizador, elevando sus precios y recortándole todo lo que pueda los márgenes al urbanizador efectivo. Los urbanizadores industriales han sido barridos del campo del urbanismo por una ley decimonónica que les sustituye en una típica función empresarial cual es la de crear ciudad. La especulación es apropiarse de todo sobrebeneficio generado por la acción de agentes económicos ajenos al beneficiado, en este caso, la colectividad y los inversores empresariales, el cual se aprovecha de la posición monopolista para incrementar sus beneficios sin riesgo alguno.
Precisamente, para reequilibrar un poco la desaforada posición ventajosa cuasi-monopolista en la que estos derechos legales colocaban a los propietarios del suelo desde su primera reforma de 1975 (“para luchar contra esa lacra social de la especulación”, se decía), se empezaron a crear los deberes, obligaciones y condiciones que, en tímida contrapartida por los derechos económicos regalados por el plan, deben satisfacer los propietarios beneficiados. Entre ellos están los deberes de urbanizar, equidistribuir, ceder gratuitamente el suelo para las calles, zonas verdes, dotaciones, etc., así como el terreno preciso para localizar esos denostados 10 o 15% del total del aprovechamiento regalado por el plan. Las leyes urbanísticas han podido exigir contrapartidas y cesiones de suelo, sólo en la misma medida en que, a la vez, estaban atribuyendo o regalando un valor económico potente capaz de asumir tales contra-deberes económicos. Jamás han sido ‘cesiones del aprovechamiento”, porque éste es siempre creado por la colectividad pública que aprueba el plan y la ley condiciona su adquisición por el dueño del terreno al cumplimiento de tales deberes: esa relación de derechos en contrapartida a los deberes y no otra es la llamada “función social de la propiedad”.
Es decir, las leyes urbanísticas españolas han llegado a exigir a la propiedad fundiaria más deberes y obligaciones que en ningún otro país de nuestro entorno occidental, precisamente porque son las leyes que previamente más derechos y facultades regalan y atribuyen a la propiedad, con gran sorpresa de los expertos de otros países europeos. Como argumentan en otros países capitalistas más avanzados, todo lo que se regale o atribuya de valores añadidos a la propiedad con el plan, sin que ésta haga nada, irá en detrimento del promotor urbanizador, que es el que verdaderamente arriesga su inversión, ya que mermará sus márgenes de beneficios y, por tanto, su capacidad de bajar los precios finales. Toda otra interpretación malévola de suponer que la ley expolia y esquilma al propietario es pura ignorancia y demogagia, ya que sería admitir que las leyes urbanísticas españolas imponen “tributos’ que confiscan a la propiedad lo que es de ella o estaba en ella como derecho propio, cosa severamente prohibida por todas las Constituciones (artº 31.1 CE). Luego, los deberes de urbanización y cesión exigidos lo son sólo porque nada de lo exigido es contenido patrimonial inherente al derecho de propiedad. Como tampoco lo puede ser el aprovechamiento urbanístico colocado sobre el suelo por los planes, en unos sitios sí y en otros no. Por eso y sólo por eso, la Sentencia del Tribunal Constitucional reconoce la exclusiva competencia de las Comunidades Autónomas para legislar sobre todas las materias del urbanismo y, en especial, sobre las condiciones no básicas que regulen el ejercicio de los contenidos no esenciales del derecho de propiedad, cual es precisamente el aprovechamiento creado y otorgado por cada plan municipal de urbanismo.
Por todo ello y otras muchas más razones de índole jurídica estricta, pegarse porque se exija ceder a la colectividad el suelo soporte de un 10 o un 15% de todo lo regalado por el plan es, cuando menos, despistar al personal con las hojas del rábano o con el chocolate del loro. Cuando de lo que se trata es de que todo lo regalado con el plan es de la colectividad y sólo ella puede distribuirlo, retenerlo y reservarse lo que crea oportuno en cada caso y Comunidad Autónoma, sin tener nada que decir el Estado sobre sus límites o restricciones. O como en los demás países de nuestro entorno, en los que el concepto de “aprovechamiento urbanístico” patrimonial es desconocido, donde el principio hispano de la reparcelación equitativa (¿de qué?) es completamente ignorada y donde las Juntas de Compensación de propietarios que soportamos son absolutamente inconcebibles, sin decir nada del ridículo esfuerzo de pretender reglar las valoraciones administrativas del suelo, en vez de dejárselo al mercado, que para eso está (España es el único país donde existe una ley de valoraciones administrativas de la propiedad fundiaria!). En todos los demás países el problema sólo reside en discutir cuáles son los beneficios que cada actuación consentida por la colectividad reporta a sus promotores y urbanizadores y cuáles los costes sociales y de externalidades que se crean a la colectividad, alcanzándose acuerdos y convenios por mutuo consenso o por concursos públicos y transparentes en pleno ejercicio de la libertad de empresa, único ente industrial y moderno con facultades para desarrollar las ciudades. Pero sin que tengan nada que ver en tales operaciones los pretendidos derechos inherentes de la propiedad fundiaria para especular, ni los “regalos” generosos de aprovechamiento, ni, menos aún, los desaforados deberes impuestos a los propietarios de suelo españoles, en justa compensación a las garantías legales de sus beneficios.
Lo que hay que liberalizar no es el aumento en la cantidad de propietarios de suelo a los que se les regale la posibilidad de urbanizar y, por tanto, para que se beneficien más cantidad de terratenientes con tales expectativas urbanizadoras (que es exactamente lo que implica esa ambigua “liberalización cautiva”, siempre en manos del oligopolio de los terratenientes), sino abrir las puertas de par en par a la entrada de las empresas industriales para que penetre el aire fresco de la competencia en dura lid por urbanizar mejor y más barato nuestras ciudades, todo ello en el seno de una economía real de mercado y dejarse de discutir por ese candoroso tanto por ciento.
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