Un contenedor de basura desbordado.

La escena es sencilla de imaginar: una calle con mil vecinas y vecinos que comparten un único contenedor de basura. Cada bolsa que cae dentro es un viaje en coche, un vuelo, una fábrica en marcha; es decir, una tonelada de dióxido de carbono. El problema es que el contenedor está diseñado para aguantar como mucho 300 bolsas al día, porque los bosques, los suelos y los océanos —nuestros sistemas de “reciclaje” naturales— solo logran absorber aproximadamente la mitad del CO₂ que emitimos y cada año están perdiendo fuerza. Aun así, hoy lo estamos llenando con mil bolsas, más de tres veces su capacidad. El desastre se anuncia solo.

Si ya es indignante la cantidad total, espera a ver quién la genera. Una sola persona de las mil de nuestra calle imaginaria, ese 0,1% situado en el ático acristalado, tira ella sola la friolera de setenta bolsas de basura diarias en nuestro contenedor. Las nueve personas siguientes —el resto del 1%— añaden 11 bolsas al día cada una, es decir, otras cien. El 9% acomodado, en el que seguramente nos encontramos por aquí, tiramos algo más de 3 bolsas y media al día, en total unas trescientas treinta. El 40% siguiente tira un poco más de 1 bolsa al día, y el 50% más pobre de la calle, no tiene ni para generar basura y tira apenas una bolsa a la semana, y, aun así, vive pegada al contenedor desbordado. Durante el periodo 1990-2015 el 1% más rico ya emitió el doble que el 50% más pobre, y en 2025 esas élites agotaron “su” cuota anual de carbono para el 10 de enero.

Así que tenemos dos problemas: uno es que tiramos el triple de basura del que debiéramos y otro es que tenemos a 1 persona que tira 70 bolsas de basura al día mientras otras 500 solo tiran una bolsa a la semana.

Frente a esta obscena desproporción, la ciencia climática plantea dos llaves maestras: reducir el volumen total de bolsas y repartirlas con justicia. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) calcula que, para no rebasar 1,5 °C, las emisiones mundiales deben caer cerca de un 70 % y alcanzar la neutralidad en torno a 2050. Trasladado a nuestra metáfora, habría que pasar de mil a trescientas bolsas diarias.

¿Cómo repartir ese recorte? La lógica es tan contundente como el problema: quien más bolsas tira y más recursos posee reduce primero. Al 0,1 % le toca bajar de setenta a dos bolsas; al resto del 1 %, de cien a ocho; al 9 % acomodado, de trescientas treinta a cuarenta. La clase media mundial debería reducir sus depósitos a la mitad-dos tercios. Y la mitad con menos ingresos, la que hoy apenas contamina, podría incluso aumentar algo sus bolsas para cubrir necesidades básicas de energía, transporte o alimentación digna. Así no solo liberamos espacio en el contenedor, sino que garantizamos que nadie quede sin luz ni calefacción mientras la azotea sigue iluminada como un árbol de Navidad.

El camino que la élite pretende vendernos es radicalmente distinto. Consiste en seguir llenando el contenedor y fiarlo todo a compensaciones, tecnologías milagro y un “crecimiento verde” que, de momento, jamás ha evitado que las emisiones sigan batiendo récords. Aviones un 20 % más eficientes terminan abarrotando aún más aeropuertos; plantar árboles mientras abrimos nuevas minas de carbón es como regar el jardín mientras se incendia la casa. Peor aún: los lujos “verdes” de alto poder adquisitivo absorben inversiones y materias primas que se necesitan para democratizar la energía limpia, retrasando la transición para la mayoría.

Frente a ese callejón sin salida, existe un sendero viable y emancipador. Pasa por prohibir o gravar de forma prohibitiva los juguetes de carbono extremo —jets privados, megayates, vehículos de tres toneladas—, implantar un impuesto progresivo al carbono personal que haga impagable un atracón de vuelos intercontinentales, cortar la financiación a nuevos proyectos fósiles y redirigir masivamente el dinero hacia renovables y transporte público. Lo recaudado debe destinarse a garantizar que los barrios sin recursos accedan a electricidad solar, cocinas limpias y líneas de autobús eléctrico; solo así la mitad pobre de la calle podrá vivir mejor sin que el cubo vuelva a rebosar.

La alternativa es dejar que un puñado de mansiones siga descargando furgonetas de basura cada noche mientras piden a la vecindad que recicle mejor sus mondas de fruta. Pero la física es innegociable: o vaciamos desde arriba y reducimos el total, o el contenedor seguirá explotando delante de todas. El reloj climático corre y cada bolsa que añadimos hoy será un metro cúbico de aire tóxico mañana. No se trata de sacrificios individuales frívolos, sino de exigir que quienes más ensucian asuman, por fin, el coste real de su derroche. Porque en esta calle sin salida de emergencia respiramos todas las personas, y la justicia —climática y social— es la única puerta que nos queda abierta.

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