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Pablo Aretxabala (www.linkedin.com/in/pabloaretxabala)

Los planes cívicos que hicieron posible la transición hacia Biopolis Cantábrica.

Quien llegue por primera vez a esta serie podría pensar que todo empezó con una gran ley o con una máquina milagrosa. En realidad, el giro se produjo cuando entendimos que ninguna institución por sí sola podía sostener el doble anillo de la Rosquilla —garantizar lo básico sin desbordar los límites ecológicos— si la sociedad organizada y la ciudadanía no movían al tiempo sus propias piezas. El capítulo anterior narró el arranque político de la transición, desde la Revolución del Micelio hasta el efecto dominó del Plan Greta, y presentó su triple armazón que en Euskadi se denominó como Plan Nagusi (instituciones), Plan Zabala (sociedad organizada) y Plan Zehatza (personas y hogares). Para quien no leyera aquel capítulo, baste con esta brújula: Nagusi abre la puerta y asegura el marco; Zabala llena de músculo cooperativo el esqueleto; Zehatza convierte el cambio en hábitos cotidianos que no dependen de heroicidades. Lo sorprendente fue comprobar que ninguna de las tres piezas funciona sin las otras dos. El resultado no fue un decreto, fue una coreografía.

Para situar el motivo profundo de Zabala y Zehatza conviene recordar dos decisiones fundacionales. La primera, política: la soberanía de lo común descansa en una Asamblea sorteada que decide con consentimiento amplio y una Junta de Garantías que veta lo que daña la biosfera o deja a alguien bajo el umbral de suficiencia. La segunda, material: además de los Euros, incorporamos los Codos, una contabilidad honesta del impacto, que pone precio en límites a cada acción y recompensa cualquier mejora que, de forma verificable, amplíe el margen seguro del sistema. Con esa doble regla en la cabeza se entiende por qué los planes “de fuera hacia adentro” —leyes, compras públicas, banca de rotación sin interés, fideicomiso del hábitat, nube cívica— necesitaban un espejo “de dentro hacia fuera”: gremios que rehacen sus oficios con cuentas abiertas, medios que sustituyen ruido por contexto, cooperativas que hacen del contrato de precompra la nueva normalidad, y vecindarios que convierten una tarde al mes de Servicio Básico Comunitario en el cemento de la convivencia.

El Plan Nagusi, ya desplegado en el capítulo anterior, fijaba el suelo institucional para que nada esencial quedara al albur del mercado ni de la buena voluntad. Pero Nagusi era, por diseño, un tronco sin ramas si Zabala no articulaba la sociedad organizada en torno a misiones compartidas y si Zehatza no activaba la potencia humilde del día a día.

Zabala es el pacto de la sociedad organizada con la transición. Nace donde se encuentran la ética profesional y el interés bien entendido de quienes producen, comunican, cultivan, diseñan o cuidan. Su fuerza estuvo en tres rasgos: eligió misiones concretas (no consignas vagas), asumió la transparencia como estándar técnico —las “cuentas abiertas” que hoy dan confianza donde antes había sospecha— y compartió resultados con licencias recíprocas para que lo útil se multiplicara. Esa combinación convirtió a gremios, universidades, clústeres y movimientos en una sola red de aprendizaje, con métricas de Codos que separaron la retórica de la mejora real. Con ese enfoque, el plan se articuló así:

1.- Gremios de Bien Común por oficios. Sindicatos, colegios profesionales y asociaciones empresariales, voluntariamente se reúnen para configurar los Gremios del Bien Común con el objetivo de adoptar medidas conjuntas que encajen las actividades económicas respectivas entre os límites de “la rosquilla”.

2-. Pacto de la Economía Social y Solidaria por las “cuentas abiertas”. Cooperativas, asociaciones, ONG, y fundaciones voluntariamente adoptan contabilidad pública estandarizada y licencias recíprocas en proyectos financiados, para elevar la confianza social y acelerar la reutilización de soluciones útiles.

3.- Red de Consorcios de Misión con universidades y FP. Campus, centros de FP y laboratorios ciudadanos se alinean en misiones concretas (p. ej., envolventes de madera local, agrovoltaica ligera, gemelos ecosociales de cuenca) con resultados compartidos y métricas de “Codos” ahorrados, preparando la regla 1% de mejora para quien aporte avances.

4.- Medios comunitarios y radios de Comba federadas. Creación de una malla de micromedios con “hoja de servicio” (fuentes, datos, coste en Codos) y moderación restaurativa, que alimenten el Patio Federado y sustituyan prácticas adictivas por contexto y trazabilidad.

5.- Pacto Alimentario Vasco. Cooperativas agrarias, cofradías, cocineras y consumidores firman contratos de precompra, bancos de semillas locales, circuitos de fermentación y conservas, y cocinas por barrio para garantizar menús normocalóricos y de estación, con participación ciudadana en turnos SBC.

6.- Alianzas industriales para circularidad real. Clústeres industriales pactan pasaportes de materiales, reutilización de calor residual y gemelos ecosociales de plantas piloto para medir “delta-Codo” antes de escalar.

7.- Acuerdo por el Hábitat Digno. Colegios profesionales, cooperativas y movimientos de vivienda priorizan rehabilitación profunda frente a obra nueva, plantillas de contrato comprensibles y mediación restaurativa para conflictos de convivencia, preparando el régimen de derecho de uso.

8.- Carta Ética Digital compartida. Universidades, medios y plataformas locales asumen una carta que prohíbe explotación de datos y publicidad conductual, exige algoritmos explicables y auditable el cloud público, y establece ventanas de silencio por defecto.

9.- Círculos restaurativos como respuesta preferente a conflictos. Juzgados de paz, colegios de abogacía, servicios sociales y asociaciones implementan dispositivos restaurativos para conflictos leves y de vecindad, con guías claras y plantillas de acuerdo reutilizables, descargando burocracia y entrenando habilidades sociales hoy.

10.- Federación vasca de Combas. Las Combas se federan para compartir metodologías, actas y agendas y activar auditorías ciudadanas por muestreo de cuentas públicas y contratos. Este músculo cívico es el antídoto contra la captura y permite que el sistema aprenda.

Si Zabala es el marco compartido de las organizaciones, Zehatza es el pacto íntimo con el que cada quien ensambla su vida a esa arquitectura. Nació de una convicción sobria: no hay transición sólida si el día a día de las personas se vive como sacrificio sin sentido. Por eso Zehatza evitó el catecismo y, en su lugar, propuso diez gestos con impacto alto y verificable, diseñados para encajar en agendas reales, medibles en Codos y anclados en comunidad.

1.- Participar en una Comba y cumplir un turno mensual: una tarde al mes en cocina de barrio, reparto en bici, huerta urbana o mediación vecinal. El tiempo comunitario es el cemento de la transición.

2.- Reducir drásticamente la carne y elegir proteína de pasto rotacional o vegetal local: Menos cantidad, mucha más calidad y trazabilidad. Cada compra es un voto por el mosaico agroecológico que necesitamos y contra la agroindustria intensiva.

3.- Moverse a pie, en bici o en transporte público y renunciar al segundo coche y al avión: El ahorro en emisiones, suelo urbano y dinero es inmediato, y acelera la “ciudad de 15 minutos” que el plan institucional va a desplegar.

4.- Cambiar el contrato energético a una comunidad local y participar en su asamblea: Comunidades solares/baterías de barrio con gobernanza abierta.

5.- Adoptar “cuentas abiertas” en lo que puedas: si eres autónoma, cooperativista o profesional, publicar precios, costes y criterios fortalece la confianza y educa en transparencia, base del modelo productivo Biopolis.

6-. Pasarte a banca ética o pública y exigir “no interés” en proyectos de misión: tu ahorro es palanca. Moverlo a entidades que financian transición sin usura acerca el Fondo de Rotación del Plan Nagusi a la vida cotidiana.

7.- Practicar reparación y segunda vida de objetos: unirte al banco de herramientas, talleres de reparación y bibliotecas de objetos del barrio. Reducir demanda material hoy es ganar Codos para mañana.

8.- Adaptar voluntariamente el cómputo de Codos: conocer cuanto impacta mi actividad para aprender a encajarla en los límites del ecosistema.

9.- Alfabetización ecosocial y digital básica: aprender a leer una factura energética, un mapa de cuenca, una licitación pública y el “por qué” de una recomendación algorítmica. La Biopolis funciona porque la gente entiende lo que decide.

10.- Exigir y practicar conversación con contexto, no con grito: abandonar las redes adictivas y moverse al Patio Federado local, donde toda afirmación pública viaja con sus datos y su rastro de decisiones. La salud mental y democrática lo agradece.

La lógica de Zehatza fue siempre doble: sumar acciones con efecto inmediato y, a la vez, educar el músculo cívico para sostener decisiones más exigentes cuando hiciera falta. Zabala y Zehatza dieron, juntos, el sentido que a veces le falta a la gran política. Convirtieron el “qué” institucional en un “cómo” practicable y digno, y lograron que el cambio se pareciera a la vida de la gente, no a un decreto que cae desde arriba. Si hoy alguien abre por primera vez este proyecto y se pregunta por qué funcionó, la respuesta está aquí: porque cada oficio, cada barrio y cada persona encontraron su papel reconocible y medible; porque nada importante quedó sin trazabilidad; porque el conocimiento útil se compartió por defecto; y porque la conversación pública dejó de ser una máquina de ansiedad y volvió a ser un trabajo con reglas y con rostro. El resto —las leyes, las infraestructuras, las herramientas— encajó en estos dos planes como la mano en el guante. Y así la transición dejó de ser una promesa y empezó a ser un cotidiano razonable que podemos mirar de frente.

Del precipicio a la «rosquilla», la crónica de la transición hacia la Biopolis Cantábrica.

Me preguntáis mucho cómo fue posible que se pasase de la situación del 2025, con un panorama global desolador, con la ultraderecha, los populismos fascistas y el capitalismo ultraliberal campando a sus anchas por buena parte el planeta, con los objetivos de descarbonización cada vez más lejos y con un panorama general de huida hacia delante hacia el precipicio.

(Puedes ver aquí todos los artículos de esta serie, cada uno de ellos dedicado a una temática concreta).

Como en otras épocas de la historia, los cambios vinieron precedidos de eventos catastróficos y de gran impacto social. En esto caso no fue la tercera guerra mundial (que en aquellos años veinte realmente parecía no estar lejos) sino una serie de catástrofes climáticas encadenadas que afectaron de lleno a buena parte de Europa lo que encendió la mecha de una enorme revolución radical pero mayoritariamente pacífica en casi todo el continente.

Es lo que conocemos como la Revolución del Micelio que se inició en Francia y rápidamente se extendió por Reino Unido, Países Bajo, Alemania, Austria, Italia, Grecia, y por supuesto España. También se sumaron otros países nórdicos y del este europeo, así como varios del norte de África, y de ahí se fue extendiendo.

La Revolución no partió de la nada, claro. Previamente hubo años de protestas, de movilizaciones de todo tipo, de acciones no violentas y reivindicativas de toda índole, de organización, de debate y de propuestas. También de fracasos, de experimentos fallidos, de traiciones e incluso de intentos de cambios violentos, que nos hicieron retroceder más que avanzar.

Pero en 2028 en Francia se armó una enorme coalición formada por partidos políticos de todo el arco excepto la ultraderecha, por los sindicatos, por todos los movimientos sociales, ecologistas, etc, etc. Toda la sociedad organizada se unió en torno al Plan Urgente para la Transición Ecológica y la Justicia Social, más conocido como el Plan Greta, ya que Greta Thunberg fue una de las líderes sociales que lo impulsó de manera decida.

Este Plan tenía un triple decálogo de medidas urgentes que se debían adoptar: un decálogo de medidas a tomar por parte de las instituciones, otro decálogo con medidas a desarrollar por los movimientos sociales, y un tercer decálogo con las cosas que cada persona podía afrontar de manera individual o familiar.

Los partidos políticos franceses, con el respaldo de toda la sociedad organizada, se presentaron a las elecciones con el Plan Greta y barrieron a sus oponentes, que en realidad eran muchos menos pero armaban mucho ruido. De repente, como si hubiera una inmensa fuerza social dormida, la mera posibilidad de una alternativa que pudiese compatibilizar el auténtico buen vivir con los límites ecosistémicos, despertó a la sociedad que abrazó las nuevas ideas con un entusiasmo y una energía no vistas desde hacía muchísimas décadas. El nuevo Gobierno se puso manos a la obra de inmediato para canalizar toda esa energía, así como todas las organizaciones sociales y la ciudadanía, cada cual con su parte en el Plan.

El ejemplo cundió también rapidísimamente por los demás países y en todas las siguientes elecciones se presentaron coaliciones similares que llevaban el Plan Greta adaptado a su propio contexto. Lo que hasta hacía solo unos meses había sido el único sistema político, social y económico que parecía posible, se disolvió como un castillo de arena en cuanto la marea popular comenzó a armar una alternativa.

Aquí en Euskadi los Planes se denominaron Plan Nagusi, Plan Zabala y Plan Zehatza y contenían medidas muy radicales en aquel momento, pero que obtuvieron un respaldo abrumador a nivel social, convirtiendo a Euskadi en un referente mundial y vanguardia en la creación de las Biopolis.

Las 10 medidas del Plan Nagusi que se llevaron a cabo desde las instituciones fueron las siguientes:

1.- Ley de Garantía de Derechos Básicos y de establecimiento de los Límites Ecológicos. Un panel de personas expertas define los límites ecológicos que tenemos como sociedad, identificando cinco parámetros básicos: el presupuesto de carbono territorial neto, el balance hídrico ecosistémico, la integridad y conectividad de la biosfera, el estado del suelo y los ciclos de nutrientes, y el presupuesto material y de sustancias preocupantes. Cada uno de estos parámetros tiene indicadores y datos objetivos que en adelante se consideran limites infranqueables de cualquier actividad o decisión que se tome. Se establece un presupuesto tope global de consumo de todo ello, que sea compatible con los límites ecológicos.

Sobre la base de esos límites se hace una primera proyección para cubrir todas las necesidades básicas de toda la población  (agua, alimentación, energía doméstica, vivienda de uso, educación, sanidad, ropa, cuidados, movilidad de proximidad, justicia y cultura). Estos limites se aplicarán a toda la normativa y a toda la actividad. Inicialmente en muchos casos se hará de manera voluntaria y pedagógica, para ir transitando hacia una obligatoriedad a medida que hay medios para su cumplimiento.

Cada producto o servicio tiene asignado un valor en «Codos», una nueva medida que indica el «gasto» del presupuesto total que supone ese producto o servicio.

La norma blinda el acceso universal a la cesta de bienes y servicios esenciales, con precios regulados y un “piso de suficiencia” financiado vía presupuestos y contratación pública orientada a misión. Todo el entramado anterior de ayudas, subsidios, prestaciones de diverso tipo, se reorientan y concentran en la denominada “Garantía del Bienvivir Común” (popularmente llamada la “tarjeta verde”) que inicialmente se configura como un ingreso básico que se regularizaba con el sistema de pago de impuestos anterior.

Se establece un sistema de impuestos que grava inicialmente al tipo máximo del 99% la percepción de rentas a partir de 200K€ anuales y el patrimonio individual superior a 3M€. Estas cifras se van ajustando posteriormente a medida que el sistema se va desarrollando.

Esta ley incluye una tarjeta cívica digital interoperable para identificar derechos y facilitar la operación posterior de asignaciones universales.

2.- Creación de la Asamblea Ciudadana por sorteo y de la Junta de Garantías Ecosociales. Un decreto-ley inicial y, a continuación, ley específica que instituya una Asamblea de 100 personas sorteadas para deliberación y decisión con amplísimo respaldo, y una Junta de 100 personas con méritos acreditados para vetar decisiones que vulneren límites ecológicos o de cobertura de necesidades. No sustituye al Parlamento, lo complementa, pero introduce ya la lógica de veto ecosocial y consentimiento amplio que vertebra el sistema posteriormente.

3.- Banca Pública para la Transición (BPT) y Fondo de Rotación sin Intereses: Reprogramar la banca pública y unificar instrumentos dispersos en un fondo único de capital paciente sin interés para unidades de producción comunitaria y cooperativas de interés ciudadano. Se financian proyectos que reduzcan “Codos” (huella material/energética) o abaraten lo básico.

Toda la ciudadanía que lo desea, voluntariamente, puede hacer sus depósitos en esta banca pública que financia sin intereses, y se legislan las reglas para que haya entidades privadas que funcionen también del mismo modo. A la banca tradicional se le exige inicialmente un 30% de su actividad financiera en esta línea, lo cual va creciendo luego con el tiempo.

4.- Infraestructura digital pública: IA organizadora, gemelo digital, nube soberana, identidad cívica, y “Patio Federado”. Desplegar las principales herramientas tecnológicas públicas que ayudaran en la gestión posterior de todo el sistema. Esta es la base del ecosistema digital abierto que hace operativa el sistema y que irá creciendo y desarrollándose posteriormente.

5.- Creación del Fideicomiso Cívico del Hábitat. Constituir un trust cívico del suelo, viviendas, equipamientos y suelos fértiles, priorizando rehabilitación y uso sobre propiedad comercializable, con pasaportes de materiales y planes de mantenimiento abiertos. Todo el suelo y todos los inmuebles públicos se incluyen en ese fideicomiso. Se incluyen también el usufructo forzoso de viviendas de propietarios, personas físicas o jurídicas, titulares de más de 5 inmuebles de este tipo. También se incluyen inicial y voluntariamente propiedades privadas de todas las personas que lo deseen, de las cuales se cede el usufructo al fideicomiso, a cambio de exenciones fiscales que gravan al resto, en función de su uso o no uso, y de su alineación con los limites ecológicos. Todas las viviendas del Fideicomiso Cívico se usan para alojamiento asequible sin que se pueda transmitir en ninguna circunstancia la plena propiedad de las mismas.

6.- Programa de Servicio Básico Comunitario (SBC) y Consorcios de Misión. Regulación de un SBC voluntario y remunerado (turnos de 3 horas/semana) en pilares esenciales —alimentación, cuidados, hábitat, movilidad— y creación de Consorcios de Misión público-comunitarios para retos concretos (p.ej., electrificación de logística costera, rehabilitación energética masiva). En un plazo razonable, el SBC voluntario se ampliará y se convertirá en obligatorio.

7.- Compras públicas con “cuentas abiertas” y métrica de impacto tipo “Codos”. Aprobación de un estándar de contratación que exija contabilidad abierta, trazabilidad y una métrica de impacto ecosocial comparable —un precursor de los “Codos”— en cada licitación. Gana quien demuestre menor coste ecosocial a igualdad de resultado. La contratación pública pasa a ser la palanca que orienta mercados hacia el modelo posterior.

8.- Red de Comunidades de Base -“Combas”- y cocinas de barrio como infraestructura cívica. Financiación y apertura de una red de centros de base en barrios y pueblos (las «Combas», de unas 150 personas cada una), con salas de deliberación, cocinas de barrio y bancos de herramientas, que operen turnos comunitarios y atiendan apoyos cotidianos. La Comba es el “lugar” donde la ciudadanía aprende a decidir y a cuidarse, y es básica en el diseño posterior del sistema.

9.- Plan Alimentario Territorial con mosaicos agroecológicos y reservas estratégicas. Se realiza un plan completo para reorientar la actividad primaria de manera que permita la autosuficiencia para alimentar a la población en 5 años, lo que implica ordenar cuencas y valles para autosuficiencia básica: corredores agroforestales, marisqueo y acuicultura artesanal, reservas de grano/legumbre/aceite, contratos de precompra con cooperativas y logística eléctrica de corto radio. Se prioriza lo poco procesado, con cocinas de barrio y trazabilidad.

10.- Movilidad de 15 minutos, desincentivo al vehículo privado y electrificación. Se aprueba un bono único para movilidad que permite a cada persona realizar desplazamientos usando diferentes transportes públicos y que tiene un coste sufragado con la “tarjeta verde”. El uso de otros medios aumenta o disminuye el saldo de la tarjeta verde en función de si están dentro o fuera de los límites. Inicialmente se plantea con un uso voluntario y pedagógico, para ir transitando hacia un uso obligatorio.

En Biopolis Cantábrica la justicia escucha porque la máquina se quedó con el proceso y nosotr@s con las personas.

Durante años mi oficio fue una coreografía de plazos, folios y silencios de pasillo en los que la ansiedad se medía por el ritmo de los plazos. En aquel mundo, la mitad de mi jornada era un intento permanente de no perderme entre demandas, notificaciones cruzadas y formatos que pedían obediencia más que pensamiento. La primera vez que vi al sistema de tramitación automática hacerse cargo de un expediente completo —desde la validación de los requisitos hasta la cita para la audiencia— sentí una mezcla de alivio y desconfianza, porque no sabía si aquello me haría menos abogado o, por fin, me permitiría serlo del todo. Hoy, varios años después, puedo decir que aquel traspaso de la parte burocrática de la administración de justicia a la IA no nos vació el oficio, sino que nos devolvió su sentido: nos dejó la conversación, el cuidado, la restauración y el conflicto entendido como energía social que hay que saber conducir sin que se desborde ni se apague.

(Puedes ver aquí todos los artículos de esta serie, cada uno de ellos dedicado a una temática concreta)

La arquitectura técnica que sostiene ese giro no tiene misterio místico, aunque su complejidad sea notable. El “motor de expediente” —así lo nombramos para no fetichizarlo— recibe escritos en cualquier formato, reconoce su estructura, comprueba de manera exhaustiva los requisitos de admisibilidad, cruza datos de capacidad, representación y legitimación con los registros pertinentes y, si falta algo, primero busca si ya está disponible en su base de datos y de lo contrario, no devuelve un portazo sino una guía en lenguaje llano que explica qué falta, por qué y cómo aportarlo. Esa misma guía genera, sin intervención humana, el borrador de subsanación listo para firmar, evita viajes innecesarios, resume antecedentes y propone un itinerario procesal compatible con las agendas de todos. Desde ahí, la máquina gestiona notificaciones con seguimiento proactivo, sugiere ventanas de conciliación con tiempo humano —no a las ocho de la mañana de un martes imposible— y monta, cuando procede, una primera sesión de escucha con un facilitador. Lo estructura todo con el “derecho a entender” como premisa, en un doble texto donde cada norma aparece en su versión técnica y en su versión explicada, sin paternalismo ni jerga innecesaria.

Ese vaciado de la burocracia nos permitió reorientarnos hacia lo que ninguna máquina puede hacer con hondura: la relación con las personas. Jueces, fiscales, abogados, equipos psicosociales y mediadores nos reconocimos en un trabajo que exige presencia y criterio, porque en la práctica cotidiana la verdad es menos un dato y más un proceso, y la reparación rara vez se reduce a dinero. En los conflictos de convivencia, por ejemplo, armamos círculos restaurativos donde las partes rompen la geometría adversarial, explican sus miedos, escuchan la versión del otro y tantean acuerdos que no dejarían satisfecho a un manual de estrategia litigiosa, pero que resuelven la vida. El expediente sigue vivo en paralelo, con garantías intactas, y el sistema automático anota cada avance, genera minutas, propone cláusulas tipo y mide la coherencia de lo pactado con la legalidad vigente. Sin esa trastienda infatigable, sería imposible sostener la densidad de estas conversaciones; con ella, el oficio vuelve a ser un oficio de palabra, no de trámite.

Esa reorientación ha reconfigurado también la función jurisdiccional. Cuando un juez entra hoy en sala, ya no carga con la ansiedad de una agenda imposible ni necesita improvisar sobre papeles desordenados, porque el motor de expediente ha segmentado los hechos pacíficos, ha detectado contradicciones relevantes, ha agrupado jurisprudencia por patrones argumentales y ha calculado el impacto probable de las distintas opciones de decisión sobre el doble anillo de la Rosquilla, que usamos como brújula de mínimos sociales y límites ecológicos. Ese cálculo, lejos de ser un oráculo, es una pieza de deliberación que obliga a explicitar en la sentencia por qué se sigue o se aparta de la recomendación, con trazabilidad de datos, criterios y límites. Los vetos técnicos se disparan si algún camino sugerido compromete derechos fundamentales o si un coste social cae fuera de los márgenes aceptables, y todo queda abierto a auditorías por muestreo en las que participan, además de peritos, ciudadanos formados en control cívico.

En mi trabajo diario, esa infraestructura invisible se traduce en tiempo de calidad con las personas. El sistema me prepara, la víspera, un “mapa de conflicto” donde puedo ver no solo los datos duros del caso, sino la temperatura emocional estimada, los posibles puntos de desbloqueo, los momentos de la conversación donde conviene ralentizar para evitar escaladas y las alternativas de acuerdo que han funcionado en casos comparables. Llego a la reunión con las partes sin la prisa que me hacía torpe, dispuesto a escuchar en vez de interrogar, a nombrar el daño sin espectáculo y a proponer caminos de reparación que no se confunden con castigo ni con impunidad. La máquina, en remoto, crea actas vivas, subraya cuando un compromiso requiere precisión adicional, detecta contradicciones performativas —el clásico “prometo no volver a hacerlo” sin asumir qué es “eso”— y me sugiere pausas cuando detecta fatiga. Salgo con acuerdos mejor escritos y con personas menos crispadas, y el expediente, que antes era un fin en sí mismo, se ha convertido en un medio limpio y eficaz.

El penal de baja intensidad ha cambiado por completo. La respuesta a hurtos menores, daños, lesiones leves o pequeños fraudes se articula ya casi siempre a través de dispositivos restaurativos que se activan desde el primer contacto. La víctima, si quiere, participa desde el inicio con apoyo y seguridad, expresa qué necesita para sentirse reparada, y el infractor, si acepta su responsabilidad, puede transitar un camino que combina trabajo comunitario con aprendizaje significativo. Las “escuelas de oficio” y los Contratos de Aprendizaje Reversible se han integrado en la respuesta penal: reparar un banco del parque destrozado no es lo mismo que hacer cien horas abstractas, y aprender a cuidar un barrio devuelve autoestima y pertenencia a quien la había perdido. El motor de expediente vigila plazos, certifica hitos, alerta si alguien se queda atrás y calibra el cierre cuando la reparación es completa. Las tasas de reincidencia han caído, pero el dato que más valoro no es ese sino la cantidad de veces que la víctima dice, al final, “ahora sí puedo pasar por esa calle sin enfadarme”.

En lo civil y lo contencioso-administrativo, la mecánica es distinta y el espíritu es el mismo. Los conflictos por ruido de instalaciones, por sombras de placas solares o por la asignación de agua en veranos críticos encuentran en los foros de cuenca y en las mesas técnicas barriales un primer espacio de acuerdo, y cuando ese trabajo llega a sede judicial lo hace con hipótesis de equilibrio ya ensayadas, listadas con su impacto y su costo. La IA de apoyo genera simulaciones comprensibles, traduce mapas, convierte términos técnicos en imágenes precisas y evita ese teatro fatigoso donde la parte que mejor habla gana, aunque tenga menos razón. La sentencia, cuando llega, es muchas veces una orden de ejecución de lo que ya se ha acordado con sentido común, y el recurso, que antes era una forma de prolongar el conflicto, hoy es un examen transparente sobre si el proceso respetó la regla de juego y si la decisión final encaja en el marco de derechos.

Este modelo ha exigido una gobernanza seria de la propia tecnología. La tentación de tratar el motor de expediente como una caja negra fue grande, pero en Biopolis aprendimos pronto que los sistemas que median derechos deben ser explicables, auditable y corregibles sin heroísmos. Por eso, cada módulo tiene su “carta de funcionamiento” públicamente accesible, con datos de entrenamiento documentados, sesgos conocidos, límites de uso y mecanismos de queja que no son meros buzones. Las auditorías por muestreo no son un ritual trimestral sino una práctica continua, con perfiles diversos que revisan no solo aciertos y errores, sino también silencios y ciegos del sistema. Cuando una decisión humana se aparta de la recomendación técnica, el juez o el fiscal lo documenta en lenguaje natural, y esa explicación retroalimenta el modelo con una etiqueta: aquí importó la fragilidad de una abuela, aquí pesó un duelo reciente, aquí la letra de la norma no bastaba. La máquina aprende, pero nosotros aprendemos también a no abdicar del juicio.

El cambio transformó nuestra formación profesional. El pasaporte de capacidades ya no mide solo dominio de normas y destrezas de argumentación, sino escucha activa, diseño de procesos, alfabetización emocional, negociación cooperativa e imaginación jurídica orientada a la reparación. Entramos y salimos en ciclos, tutorando a quienes llegan y dejándonos tutorizar por quienes traen herramientas distintas, porque en esta justicia hay tanta técnica como hospitalidad. En mi caso, dejé de valorar mi semana por el número de páginas de demanda, y empecé a mirarla por las conversaciones en las que alguien cambió de postura sin sentir que perdía, por los contratos de convivencia que resistieron el invierno y por las veces que devolvimos a un conflicto su tamaño real, ni épico ni ridículo.

No todo es amable, y conviene decirlo sin decorados. Hay violencias que no admiten espacio compartido ni abrazo rápido, hay delitos que requieren cautelares firmes y hay poderes que tantean límites con cinismo. En esos casos, la tecnología es un respaldo serio: la cadena de custodia es más robusta, la búsqueda de prueba irrepetible es más rápida, la detección de contradicciones malintencionadas es más fina, y el seguimiento de medidas de protección no descansa. Pero la decisión que restringe derechos sigue anclada en presencia humana y argumentación pública, y el motor de expediente no puede ejecutar un desahucio ni una prisión preventiva por sí mismo, porque el sistema está diseñado para que la última palabra tenga voz y rostro.

Otra frontera delicada ha sido la protección de datos y la proporcionalidad. La administración de justicia aprendió a trabajar con el principio de mínima captación, anonimización por defecto, cifrado de extremo a extremo y procesamiento en el borde cada vez que la sensibilidad del asunto lo exige. El ciudadano conserva un panel de control de su huella en el sistema, con consentimientos granulares y caducidades claras, y puede activar un “modo viaje” cuando se desplaza a otra Biopolis, de modo que sus expedientes se ven allá con lo justo y necesario para no empezar de cero, pero sin abrir la caja completa. Cada acceso deja rastro, cada consulta inmotivada se sanciona, y esa disciplina ha marcado un estándar que otras áreas públicas han imitado, porque no hay confianza sin límites.

Cuando miro hacia atrás y recuerdo aquel yo que se enorgullecía de ganar por una excepción procesal antes que por convencer de lo justo, me veo a veces con ternura y otras con pudor. Ganábamos batallas elegantes, sí, pero dejábamos demasiadas vidas a medio arreglar. Hoy me descubro preparando una audiencia con la tranquilidad de quien sabe que la logística está resuelta, que nadie se perderá por un tecnicismo y que mi tiempo útil se medirá en silencios bien colocados, preguntas que abren puertas y palabras que atan lo acordado con hilos de realidad. No reniego del músculo técnico; lo uso mejor, precisamente porque ya no lo gasto en lo que la máquina hace mejor y sin bostezos. Y si me preguntan qué es ser abogado en esta justicia que escucha, diré que es sostener el puente entre una burocracia que por fin dejó de estorbar y una comunidad que aprendió a reparar sin humillar ni olvidar.

A veces, al cerrar el día, repaso los expedientes que avanzaron y los pocos que no, y encuentro un patrón humilde que me reconcilia con el oficio. Donde hubo escucha, hubo acuerdo; donde hubo tiempo humano, hubo comprensión; donde el motor de expediente nos quitó la urgencia, pudimos dedicar la inteligencia; donde la Rosquilla puso límites, evitamos causar un daño mayor al arreglar el pequeño. No hay milagro, hay diseño institucional y trabajo sostenido, y hay una premisa que lo ordena todo: la justicia no es una máquina de sentencias, es una práctica de civilidad que se apoya en máquinas para que la palabra humana vuelva a pesar lo que debe.

Cuando acompaño un círculo de reparación y veo a un joven reconocer sin guion que rompió algo más que un cristal, o a una vecina decirle que el ruido de madrugada no la enfada, la asusta, entiendo que el expediente, con toda su perfección logística, es apenas el arroyo por el que corre el agua. Lo importante sucede en el gesto, en la mirada, en la promesa creíble, y ahí ninguna IA tiene manos. Esa verdad, que podría parecer frágil, es el núcleo de nuestro cambio: dejamos de pedirle a la ley que hiciera de psicóloga, dejamos de pedirle a la jueza que hiciera de mensajera, dejamos de pedirle al abogado que hiciera de impresora, y diseñamos un sistema en el que cada cual aporta lo suyo, empezando por la tecnología que, bien acotada, hace sitio para que lo humano ocupe el centro.

Y sí, en los pasillos —que ya no son pasillos atestados sino salas abiertas con luz y café— sigo cruzándome con colegas que añoran el brillo del litigio puro, la adrenalina de encontrar un error formal en el folio trescientos. Algunos han vuelto a sentir entusiasmo cuando descubren que persuadir a dos personas para que se pidan perdón sin teatralidad requiere una destreza más alta que redactar una réplica afilada; otros se han especializado en auditar sistemas o en rediseñar procesos y también ahí hay carrera y orgullo. Yo, por mi parte, me quedo donde me siento útil: entre la letra y la vida, ayudando a que el expediente, llevado por la máquina, llegue a buen puerto, y que quienes lo habitan puedan salir de él con la sensación, rara y preciosa, de que la justicia les habló en un idioma que pueden entender, porque como siempre repito, la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.

Los Estados Libres Maga: la libertad que arrasa.

No sé en qué momento exacto la palabra libertad empezó a significar su contrario al otro lado del océano, pero sé que la fractura que siguió dejó una cicatriz que todavía supura. La segunda guerra civil norteamericana, precipitada tras el tercer mandato del dictador Donald Trump, no solo reconfiguró un mapa; abrió la puerta a un experimento político que hizo del dinero su única brújula y del planeta un simple almacén prescindible. De aquella guerra emergieron los Estados Libres Maga —los ELM—, un conglomerado de estados encabezados por Texas y Florida que transformó la vieja retórica de “menos gobierno y más libertad” en un régimen corporativo total, con fronteras más parecidas a aduanas de un holding que a límites de una república, y con leyes que son contratos privados blindados por árbitros a sueldo. Así empezó el antagonista perfecto de nuestra Comunidad Biopolita Europea, la negación sistemática de la Rosquilla y de cualquier límite que no fuera el balance de caja.

(Puedes ver aquí todos los artículos de esta serie, cada uno de ellos dedicado a una temática concreta)

Desde sus manifiestos fundacionales, los ELM declararon que la libertad consistía en que cada cual pudiera hacer absolutamente lo que quisiera para obtener el máximo dinero posible y en poder utilizarlo sin ninguna restricción. Ese catecismo, en apariencia simple, vació la palabra de su contenido cívico y la convirtió en licencia para extraer, quemar, privatizar y desechar. El resultado fue inmediato: los derechos se tasaron en índices de solvencia, los ríos en activos titulizados, los bosques en garantías colateralizables y las personas en capital humano con cláusulas de rescate. La fe en el mercado como justicia última hizo el resto. Donde aquí discutimos con gemelos ecosociales y límites, allí se firmaron “cartas de inmunidad productiva” que eximían de responsabilidad a quien invirtiera lo suficiente. Para mi oficio de jurista fue como asistir a una demolición controlada del Derecho: el Estado convertido en bufete de los más fuertes, los tribunales reemplazados por cámaras de arbitraje sin luz, el daño ambiental rebautizado “externalidad inevitable” y el delito empresarial recubierto de compliance ornamental.

La élite económica de los ELM no ocultó sus intenciones. Un millar largo de mega–multimillonarios se mudó a una estación lunar a la que bautizaron, con banal arrogancia, Liberty Crater Club. Desde allí, su propaganda vendía una fantasía de colonos galácticos que habían “trascendido” las limitaciones del barro terrestre, mientras en la Tierra millones de personas malvivían operando las cadenas de extracción que suministraban materiales y energía a la base. En su relato, la Luna era la “nueva frontera” y el humo de cada lanzamiento un himno de progreso; en los hechos, una coreografía de cohetes dejó un rastro de carbono negro en la estratosfera, pulverizó corredores migratorios de aves y multiplicó el tráfico de hidrocarburos para alimentar un ecosistema de lujo orbital. El club tenía suites con gravedad modulada, cúpulas para golf sin viento y cavas presurizadas; abajo quedaban los turnos de doce horas en minas a cielo abierto, los puertos saturados de fuel barato y los hospitales con generadores parpadeantes. El contraste era obsceno y, por eso mismo, pedagógico.

Quien quiera entender por qué los ELM son desastrosos para el planeta debe seguir la contabilidad que no aparece en sus folletos. Reabrieron cuencas de carbón bajo el eufemismo de “resiliencia energética”, expandieron el fracking hasta zonas de riesgo sísmico re-etiquetándolo como “aprovechamiento de microfracturas”, autorizaron arenas bituminosas con “tecnologías de mitigación” que no mitigaban nada, y convirtieron el mar en cantera: minería de fondos abisales para metales críticos, destrozando ecosistemas que tardan milenios en regenerarse. En paralelo, reactivaron proyectos de geoingeniería unilaterales —inyecciones estratosféricas de aerosoles y fertilización oceánica de laboratorio— que alteraron patrones de lluvia a miles de kilómetros, agravaron sequías en países vecinos y sembraron conflictos diplomáticos que después instrumentalizaron para vender “seguridad hídrica” como servicio. La atmósfera, el suelo, el agua y la biodiversidad pasaron a ser variables subsidiarias de una hoja Excel; cuando los modelos fallaban, cambiaban el modelo y seguían bombeando.

La otra cara de su utopía era la vida cotidiana. Se suprimieron regulaciones laborales con la promesa de “flexibilidad total” y llegaron contratos con cláusulas de permanencia forzada escondidas en bonos de reclutamiento; se privatizaron escuelas y emergieron currículos modulados por patrocinadores que enseñaban aritmética financiera antes que historia y teología del mercado antes que ética; se troceó la sanidad en paquetes y a quien no alcanzaba para el paquete “respiratorio” se le ofrecía un crédito con interés flotante y aplicación de cobro en tiempo real. En nombre de la seguridad se armó a civiles, se subcontrató el orden público y se instauraron zonas francas donde la empresa era ley. Quien se oponía no encontraba un juez independiente sino un algoritmo de riesgo que congelaba cuentas, bajaba su “índice de confiabilidad” y lo expulsaba de facto de la ciudadanía. Libertad, decían; desposesión, era la práctica.

Para sostener ese tinglado, los ELM necesitaban dos cosas: una fuente constante de recursos y un enemigo externo que explicara cualquier grieta. La primera la obtuvieron exprimiendo territorios limítrofes y tejiendo redes de proveedores con contratos de adhesión que convertían a países enteros en satélites productivos. La segunda la encontraron en nosotros. Desde el primer día hicieron todo lo posible por boicotear a las Biopolis: sanciones comerciales a quienes compartieran conocimiento con nuestra red, persecución de cooperativas que exportaban excedentes, campañas de difamación contra la Asamblea y la Junta de Garantías, y una máquina de rumorología que nos acusaba alternativamente de totalitarismo blando y de incompetencia suicida. Crearon granjas de contenido que imitaban nuestra estética, sembraron dudas sobre el sistema de Codos, tildándolo de “moneda de racionamiento”, y trataron de presentar la asignación universal como soborno para vagos. No era un debate; era una operación sostenida.

Las presiones no se quedaron en la propaganda. Probaron sabotajes a infraestructuras críticas con herramientas analógicas —porque sus drones y aparatos electrónicos son neutralizados por las ondas Gallas al cruzar nuestros perímetros—, intentaron corromper nodos de nuestras cadenas de suministro con sobornos sin rastro digital, y favorecieron la aparición de mercados negros que erosivasen la legitimidad de precios regulados. Recuerdo un caso que llevé en la Oficina Jurídica de mi Comba: una red que acaparaba baterías comunitarias para revenderlas a navegantes a motor que operaban fuera de norma; detrás del intermediario local había una financiera con sede en un freeport de los ELM que apostaba a la escasez en nuestras microredes para desestabilizar barrios. Lo desmontamos por dos vías, el derecho y la conversación: auditoría ciudadana, trazabilidad completa, círculos restaurativos con quienes se dejaron tentar y sanciones proporcionadas para los reincidentes; y, sobre todo, robusteciendo el “por qué” detrás de nuestras reglas para que no fueran solo obedecidas, sino comprendidas.

Hubo episodios más duros. Una noche de julio, un convoy de transportes sin componente electrónico —viejos camiones adaptados— intentó forzar un paso de montaña para verter lodos industriales en una cuenca de cabecera. La Galla no sirve contra la química, así que tocó activar el protocolo de contención física y presencia masiva de Combas aguas abajo para levantar barreras de emergencia mientras la Intendencia sellaba el paso y la Junta de Garantías imponía un cordón sanitario. No hubo heridos; sí hubo rabia. Al día siguiente los ELM denunciaron una “agresión a la libre circulación de mercancías”. Su libertad, otra vez, coincidía con nuestro derecho al agua limpia. Ganamos aquel pulso no por músculo, sino por coherencia: cuentas abiertas, registro público del incidente, asistencia a quienes perdieron un día de trabajo para estar en el río y reparación en especie y tiempo para los responsables locales que, sin pertenecer a la trama, facilitaron el camino. La seguridad, aprendimos, es ante todo comunidad despierta.

La “economía lunar” de los ELM, vendida como emancipación de las ataduras terrestres, fue el mayor acelerador de su huella. Cada lanzamiento a la órbita trajo su dosis de carbono negro y su cascada de residuos que multiplicó el riesgo de colisiones; cada reentrada dejó su estela de partículas; cada ciclo de suministro exigió nuevas minas, nuevos puertos y nuevas rutas aseguradas por mercenarios. Cuando les interpelamos por el coste real en agua y suelo de su supuesta edad dorada, respondieron con contabilidad creativa: offsets plantados en desiertos sin agua, créditos de biodiversidad comprados en reservas de papel y promesas de “descontaminación futura” a cargo de tecnologías aún no inventadas. El Liberty Crater Club se convirtió en escaparate de un lujo que para existir necesita un afuera degradado; cada copa de vino bajo la cúpula presurizada llevaba adherida una hebra de selva perdida, una bahía turbia, una escuela de barrio clausurada.

También intentaron la vía jurídica internacional, un terreno que conozco. Financieron despachos para cuestionar la legalidad de nuestras licencias recíprocas y de la obligación de compartir descubrimientos que reducen Codos; impulsaron tratados de “protección de inversiones” redactados a medida para demandar a Biopolis por “expropiación regulatoria” cuando subíamos estándares de salud o suelo; propusieron en foros multilaterales un nuevo derecho del inversor que, de facto, anulaba el derecho de las personas a agua, aire y cobijo. La respuesta exigió paciencia y alianzas. No nos encerramos en la virtud de los convencidos; extendimos redes con ciudades y regiones del mundo no alineadas que comprendían que el futuro es una coartada si no cabe la gente. Ganamos pleitos, perdimos otros, pero consolidamos una jurisprudencia nueva: el límite ecológico como bien jurídico tutelable, el hambre como violación de deberes positivos, la contabilidad de Codos como estándar técnico verificable y el gemelo ecosocial como prueba pericial. La ley, si se explica y se vive, deja de ser papel con sello y se convierte en dique.

Mientras tanto, la vida bajo los ELM se fue llenando de grietas. La propaganda funcionó unos años, pero el agotamiento tiene una forma de volver a la superficie. Los huracanes golpearon costas sin diques públicos; las olas de calor mataron a quienes no podían pagar kilovatios dinámicos; las epidemias de nuevas drogas baratas —diseñadas en laboratorios clandestinos que operaban como franquicias— vaciaron barrios y cargaron de trabajo a una sanidad troceada; el índice de natalidad cayó en picado donde la infancia se volvió inversión de alto riesgo, y el resentimiento se canalizó hacia minorías escogidas como chivos expiatorios en cada ciclo electoral privado. Empezaron las fugas. Primero con cuentagotas, luego en oleadas, personas cruzaron fronteras para pedir asilo ecosocial. Aquí los recibimos con reglas y con hospitalidad. No basta con querer; hay que hacerlo bien. Formamos paneles de acogida en Combas, documentamos saberes útiles, reconocimos oficios con contratos de aprendizaje reversible y, sí, investigamos infiltraciones sin convertir la acogida en sospecha institucional. Los ELM, por su parte, nos acusaron de “robar talento”. Otra vez su libertad era usufructo del talento ajeno; nuestra libertad, cuidar sin exigir obediencia.

Sería ingenuo afirmar que los ELM están en retirada. Disponen de recursos, controlan nodos logísticos y cuentan con la inercia de una cultura que confunde confort con derecho a todo. Pero también sería derrotista ignorar que su promesa se agrieta. La retórica de la “libertad sin límites” se enfrenta a su imposibilidad física y a su indecencia moral; el espejismo lunar deja ver el cable que lo sostiene; el mercado convertido en religión revela su orden sacrificial. Y aquí, con todas nuestras sombras y fatigas, seguimos sosteniendo otra palabra posible: la libertad como tiempo y seguridad para vivir, decidir y equivocarse sin que se hunda el suelo; la prosperidad como suficiencia compartida; la innovación como ampliación prudente de nuestro techo de Codos; la defensa como neutralización sin daño y memoria pública. Ellos nos hostigan; nosotros persistimos.

No cierro con una arenga, sino con una imagen. Hace unas semanas, en el puerto, coincidí con un grupo de jóvenes que ensayaba una pieza sobre cómo suena el muelle sin diésel. Entre compases, una chica me preguntó si creía que los ELM podrían cambiar. Le respondí que el Derecho es, a veces, una manera lenta de convencer al poder de que su interés coincide con el de todos; y que, mientras tanto, hay que proteger el agua, compartir lo útil y cuidar a quien llega con la maleta llena de miedo. Ella asintió y volvió al ensayo. El muelle sonó limpio. Y pensé que, pese a los cohetes que cruzan el cielo, la fuerza del mundo sigue aquí abajo, en los cuerpos que no se rinden y en la palabra libertad recuperada de quienes la robaron.

Sombras y grietas de un proyecto vivo, Biopolis Cantábrica año 2046.

No me gusta el tono complaciente con el que a veces se habla de Biopolis Cantábrica, como si hubiéramos encontrado una fórmula mágica inmune a la fragilidad humana y al capricho del clima. Lo que hemos construido funciona mejor que aquello que dejamos atrás, pero no es un jardín sin maleza. Cada cierto tiempo la realidad nos recuerda que el pasado no se esfuma porque lo neguemos, que las inercias íntimas pesan y que las estructuras que nos sostienen —Asamblea, Junta de Garantías, Intendencia— son artefactos humanos, y por tanto imperfectos, sometidos a tensiones que no se resuelven con consignas. Aun así, prefiero contarlo con la serenidad de quien ha visto crecer esta casa: en medio de los aciertos conviven grietas que cuidamos, no para flagelarnos, sino para no bajar la guardia y, sobre todo, para que nadie se sienta engañado.

No todo el mundo encaja al mismo ritmo en el doble anillo que nos hemos impuesto: cubrir lo básico sin salirse de los límites del planeta. Lo descubrimos, por ejemplo, cuando la temporada aprieta y el contador de Codos se vuelve una presencia tan tozuda como el frío. Hay semanas en que se siente como un reproche: otra ducha corta, otro aplazamiento del capricho, otra explicación a un adolescente que mira la pantalla de su móvil —ese que ya no es como los de antes, pero sigue siendo un artefacto de deseo— y pregunta por qué sus amigas de otra Biopolis tienen margen para un festival que aquí no cuadra. Hemos aprendido a convertir esa fricción en conversación, a explicar con datos y con rostro, a abrir los gemelos ecosociales en la Comba y ver juntos qué nos sobra y qué nos falta. Pero conviene admitirlo: el rigor que evitó que nos estrelláramos también cansa, y para sostenerlo hacen falta argumentos renovados, ritos de pertenencia, descansos pactados y, de vez en cuando, ese pequeño lujo austero que no descuadra el balance y que da oxígeno al ánimo.

El Servicio Básico Comunitario es columna vertebral y, a ratos, es una vara exigente. En papeles todo está pensado para que nadie cargue por encima de lo razonable, para que los turnos roten y las vidas encajen, pero la vida real, ya sabéis, introduce sus nudos: un cuidado que se alarga, una lesión que vuelve, un equipo que encadena imprevistos y ve cómo su calendario se vuelve una manta corta. Cuando eso pasa, el sistema responde —créditos de cuidado, sustituciones automáticas, mediación restaurativa—, y, aun así, la sensación de “otra vez me toca” aparece con la obstinación de lo cotidiano. No romantizo: la libertad que conquistamos vino acompañada de obligaciones claras, y lo responsable es reconocer el desgaste que produce cumplirlas y la tentación de hacerse el distraído. Hemos visto aparecer pequeñas economías de sombra donde se intercambian horas y favores fuera del bazar público de turnos: no llevan dinero, pero sí deuda moral, y cuando afloran, exigen una mezcla de firmeza y comprensión para traerlas de vuelta a la luz sin humillar a nadie.

La Intendencia trabaja con cuentas abiertas y auditorías por muestreo, y sin embargo la sombra de la vieja desconfianza asoma en cuanto hay retrasos o errores. Bastan un par de envíos que llegan tarde, un piloto tecnológico que prometió más de lo que dio, una explicación torpe en el Patio Federado de Conversación, para que florezca el rumor de incompetencia o, peor, de favoritismo. Hemos diseñado anticuerpos —registros trazables, derecho a réplica con contexto, mecanismos de veto de los Gremios de Bien Común—, pero no es magia. Hay que bajar a los talleres y a las cocinas de barrio a escuchar el enfado, a aceptar que la técnica no basta si no va envuelta en una cultura de reparación. Y hay que asumir que el viejo reflejo de pedir cabezas sigue ahí, agazapado, aunque sepamos que el mérito y el sorteo reducen la captura del poder bastante mejor que los linchamientos simbólicos.

También nos acompaña un ruido de fondo que procede del mundo que no quiso o no pudo cambiar al mismo ritmo. Las campañas de desinformación no han desaparecido, solo se han vuelto más sutiles. Ya no son las cadenas virales groseras de antaño; ahora llegan envueltas en lenguaje cuidadoso, con datos a medias, con voces que se mimetizan entre nosotras para sembrar dudas sobre el sentido de compartir los avances, sobre la supuesta ineficiencia de las cuentas abiertas, sobre si la Biopolis no será, en el fondo, una fábrica amable de conformismo. La respuesta técnica —contexto, trazabilidad, simulacros de rumorología— funciona, pero no sustituye a lo esencial: construir confianza cara a cara, mantener el músculo de la conversación larga, recordar por qué renunciamos a las viejas redes comerciales que nos enfermaron por dentro. A veces, incluso con todo eso, queda el sabor agrio de haber dedicado demasiada energía a neutralizar veneno ajeno mientras el trabajo callado esperaba en la cola.

Hay otros choques menos visibles. La promesa de alojamiento universal alivió la vida de miles de personas, pero también despertó un anhelo casi infantil de casa “a la carta” que el suelo y la energía no pueden conceder. No basta con explicar que el Fideicomiso del Hábitat protege vegas fértiles o que las envolventes de madera y fibras vegetales son un límite sensato: a veces duele renunciar a aquella buhardilla con vistas imposibles o aceptar que la rotación residencial por misión es parte del pacto. Quien llega nuevo siente que la “asignación de uso” es un examen de pertenencia y no un derecho que lo abraza; quien lleva aquí toda la vida nota que el portal ya no es solo suyo, que la sala de Comba introduce voces y hábitos que desafían la costumbre. Nos ha tocado inventar ritos de mudanza que honran lo que se deja y celebran lo que se encuentra, y hemos aprendido que una mediación a tiempo evita el veneno lento del resentimiento. Aun así, confieso que, a mis años, hay mañanas en que echo de menos el silencio egocéntrico de las viejas comunidades cerradas, y enseguida me corrijo recordando lo que pagábamos por aquel falso sosiego.

La economía del “resultado comunitario” ha reducido la fiebre por acumular Euros y ha hecho inteligible el coste en Codos, pero tampoco ahí es todo terso. Quien innova espera el reconocimiento justo por una mejora que reduce huella, y el sistema se lo da con una porción de esa ganancia; sin embargo, la frontera entre aportar de verdad y vestir de épica un arreglo menor es difusa. Vemos dossiers impecables que explotan el lenguaje de la evaluación para inflar impactos, prototipos que funcionan en piloto y se deshacen al escalar, y gente de talento que se fatiga de justificar cada paso hasta el extremo. Los Gremios piden prudencia; la Asamblea reclama velocidad cuando un invierno amenaza con ser más duro que el anterior; la Junta de Garantías sostiene el freno con la paciencia de quien sabe que un error grande hace más daño que tres aciertos pequeños sumados. Entre tanta tensión, lo más fértil es lo menos vistoso: equipos que documentan bien el fracaso, que abren sus bitácoras de error, que prefieren retractarse a tiempo antes que forzar una victoria pírrica.

Nuestras herramientas de defensa son no letales por diseño, y aun así nos obligan a preguntarnos qué hacemos con el poder cuando es nuestro. Las ondas Gallas han desarmado la épica del enfrentamiento y han convertido la seguridad en una práctica más cercana a la medicina que a la guerra, pero esa misma técnica puede usarse como atajo para evitar conflictos que merecen palabra, no neutralización. El protocolo exige autorización humana, trazas completas, auditorías externas y simulacros periódicos, y aun así he estado en círculos restaurativos donde vecinos nos reprochaban haber pulsado el botón demasiado pronto, y en otros donde nos afearon haberlo hecho demasiado tarde. No hay manual que elimine la dilema moral, pero sí hay una cultura que lo sostiene: decidir con reglas, asumir responsabilidad y dejar que la documentación pública haga su trabajo de memoria.

El clima, mientras tanto, no negocia. Cada ola de calor, cada granizada fuera de calendario, cada marejada que muerde un metro más de escollera, nos recuerda que vivimos en un mundo dañado que no repara al ritmo que desearíamos. Por más que las cuencas estén mejor cuidadas, por más que la agroforestería haya devuelto mosaicos a los valles y la costa multiplique huertas marinas, hay años malditos. Y en esos años la autosuficiencia se tensa: reducimos variedad en la canasta básica, activamos corredores entre Biopolis con contabilidad de Codos compartida, priorizamos hospitales y escuelas, y, sin embargo, la frustración crece. Ni el mejor orquestador ni el más sabio de los gremios cambian el hecho de que habrá menos de lo que apetecía, y que el deseo es una fuerza antigua que no entiende de contabilidades. De ahí que cuidemos tanto los comedores por Combas, los menús de temporada, los pequeños placeres no culpables que hacen más llevadera la escasez sin negar su causa.

La conversación pública mejoró cuando dejamos atrás los mecanismos adictivos y las recompensas vacías, pero también ahí hay riesgos. La identidad cívica, con su consentimiento granular y su derecho a la revocación, nos protegió de la explotación comercial, y el Patio Federado con sus “hojas de servicio” nos dio contexto, pero la tentación de la pereza informativa vuelve en cuanto baja la atención. Cuando una deliberación se alarga o un expediente técnico no cabe en un par de mapas legibles, asoma la vieja impaciencia revestida de nueva jerga. He visto asambleas de Comba donde el formalismo ganaba a la escucha, y he tenido que recordar que la transparencia no opera por sí sola: si queremos comprender, tenemos que querer comprender. No es un sermón, es un recordatorio para mí mismo: esto no es un tablero de mando, es una comunidad.

También nos atraviesa una tensión discreta entre excelencia y equidad. Juntamos talento en consorcios que buscan desalar con menos Codos, electrificar la logística costera sin ruido, diseñar envolventes que respiran como bosque; para atraer a quienes saben de verdad, no ofrecemos sueldos estratosféricos ni privilegios, sino sentido, pertenencia y reconocimiento. En general funciona, pero hay días en que el ritmo del conjunto desespera a la persona brillante, y días en que el brillo individual ciega la humildad que exige trabajar con límites. He aprendido a verlo como un pulso inevitable: si ganara siempre la equidad, nos volveríamos planos; si ganara siempre la excelencia, nos romperíamos por el eje. La madurez está en sostener ese equilibrio con reglas claras y con una ética del cuidado que valga para todas.

Por último, algo que no parece técnico y lo es todo: la memoria. Venimos de transiciones duras, de pérdidas que marcaron generaciones, y a veces nos comportamos como si bastara con mirar adelante. No basta. Algunas sombras que nos visitan —la tentación del atajo, el miedo a quedarnos atrás, la ansiedad por el control total— tienen raíces en historias no contadas. Por eso, en las escuelas y en las Combas, dedicamos tiempo a narrar de dónde venimos, a escuchar a quien sintió que su oficio desaparecía, a aprender de quien vivió la violencia antes de que las Gallas cambiaran el guion, a honrar a quien aceptó mudarse para que una vega siguiera siendo fértil. No se trata de museizar el dolor, sino de darle lugar para que no se convierta en fantasma. Sin memoria, la Biopolis sería eficiente y hueca; con memoria, es un organismo que sabe por qué se cuida.

Podría seguir, ya me conocéis, pero no quiero convertir este capítulo en una letanía de defectos ni en un panegírico del aguante. Prefiero quedarme con esta idea simple: lo que hemos levantado no es un paraíso blindado, es una forma de vivir que se sostiene porque reconoce su vulnerabilidad y la trabaja. En la suma de nuestros días buenos y de nuestras noches de dudas, Biopolis Cantábrica no es un eslogan, es un pacto que se renueva cuando miramos a los ojos el cansancio, el deseo, la impaciencia y la tentación, y elegimos, otra vez, el camino largo. Y sí, permitidme que cierre como empecé hace veinte años: la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.

Los medios, las redes y la conversación pública en la Biopolis Cantábrica 2046

Por las mañanas, mientras me afeito, enciendo la radio de la Comba: no es “mi” emisora, es nuestra, la del barrio extendido. La voz que abre el magazine es la de Itziar, que esta semana lleva el turno de edición —la próxima tocará a otra vecina—, y el boletín no habla de “última hora” como una sucesión de generadores de ansiedad sino de lo que realmente importa: cómo han quedado las reservas de agua tras la lluvia, en qué calles habrá hoy pruebas de movilidad eléctrica compartida, qué deliberaciones se abren por la tarde en el centro cívico y cuáles son las piezas culturales que se recomiendan para el fin de semana.

Si el gobierno aquí es transparente por diseño —Asamblea que decide con amplio respaldo y Junta de Garantías que frena cuando ve riesgo de pasarnos de los límites ecosociales—, los medios son la respiración de ese sistema: una red de micromedios de base conectados en federación, con reglas comunes de trazabilidad y claridad, y una cultura de relato que se parece más a conversar que a gritar. Es difícil exagerar lo que cambió cuando pasamos de la pugna por el clic a la responsabilidad por el contexto.

Cada pieza informativa, ya sea un reportaje sobre un Consorcio de Misión o un aviso de la Intendencia, llega con su “hoja de servicio” que incluye fuentes publicadas, datos enlazados al registro correspondiente, coste en Codos de la acción referida y, cuando aplica, relación con acuerdos de la Asamblea. Todo legible, todo auditable por muestreo desde las Combas, igual que hacemos con las cuentas abiertas de nuestras organizaciones.

Las “redes sociales”, tal y como las conocimos en los años veinte, ya se prohibieron sin rodeos porque eran un problema de salud pública y de ecología mental: convertían la atención en materia prima para modelos de negocio opacos, diseñaban adicción con recompensas intermitentes, normalizaban el acoso y la comparación constante, erosionaban la autoestima especialmente de los más jóvenes, multiplicaban la ansiedad y el insomnio, y en lo colectivo, polarizaban barrios y familias con cámaras de eco, hacían viral la desinformación más rápidamente que cualquier rectificación, debilitaban la confianza en las instituciones y en el vecino, y además consumían recursos materiales y energéticos a una escala absurda para el nulo valor social que devolvían.

En su lugar levantamos un Patio Federado de Conversación Pública: no es un feed infinito sino un conjunto de plazas y correspondencias con protocolos abiertos alojados en las Combas, en los que cada cual participa con una identidad cívica bajo tu control y con seudónimos robustos para crear o disentir sin quedar expuesto al mercado de datos; no hay “seguidores” ni ránkings, ni botones que te premian por pulsar, y toda afirmación sobre asuntos comunes va automáticamente anclada a su rastro de actas, datos y decisiones de Asamblea y Junta de Garantías, con un botón de contexto que cualquiera puede abrir para entender de dónde sale lo que lee.

La moderación es restaurativa y rotativa (mérito y sorteo, como en otros ámbitos), hay ventanas de silencio por defecto y un ritmo humano que desalienta el grito; el orquestador (software libre, explicable y auditable) no persigue tu tiempo, sólo te sugiere caminos según el propósito que declares (“informarme”, “aprender”, “colaborar”, “cuidar”), y puedes apagarlo cuando quieras. Hasta los “anuncios” dejaron de comprar nuestra atención: ahora son avisos de servicio y llamamientos de misión con información verificable sobre turnos, seguridad, retorno comunitario, etc.

Las aportaciones útiles reciben reconocimiento cívico (por ejemplo en derechos de edición rotativos, prioridad para formar parte de equipos de verificación, invitaciones a curadurías temporales), porque aquí lo que se valora es mejorar la comprensión compartida y no engordar métricas vanas.

Todo queda trazado —sin comerciar con lo íntimo— y puede revertirse, y, cuando hay daño, se documenta y se repara; así la conversación pública dejó de ser una jaula de estímulos y volvió a ser lo que siempre debió: un espacio para pensar juntas, decidir con reglas y, de paso, cuidarnos.

Sé que suena idílico; por eso os hablo también de los anticuerpos. La desinformación no desapareció con la nueva arquitectura: mutó. Aprendimos a responder sin convertirnos en policías del pensamiento. Primero, con ventanas de silencio y ritmos humanos —la atención no está siempre en venta—; segundo, con simulacros periódicos donde los propios medios, Combas y Gremios de Bien Común ensayan incidentes de rumorología para medir nuestros reflejos; tercero, con herramientas de contexto compartido: cuando un mensaje se vuelve virulento, el sistema te ofrece en dos clics el estado del arte (qué sabemos, qué no, cuál es la vía formal para aportar evidencia). Ahí mi oficio de jurista me sigue sirviendo: el derecho como lenguaje claro y marco de garantías, no como garrote.

Otro aprendizaje grande fue reconciliar privacidad y transparencia. Lo público es más público que nunca —cuentas, contratos, licitaciones, estándares—, pero lo íntimo es más íntimo porque dejamos de confundir “servicio” con “explotación de datos”. El dato personal es tuyo y, cuando se usa para bien común, queda trazado y reversible. La prensa ya no vive de extraer perfiles, sino de producir comprensión. Quizá por eso han crecido tanto los géneros largos, la crónica serena, el ensayo coral que atraviesa disciplinas, y han perdido terreno las sirenas del grito. No es que no quede espectáculo —somos humanos—, es que ya no manda.

Y por supuesto, la conversación no termina en la pantalla. Cada semana, el foro de plaza mezcla radios comunitarias, periódicos vecinales, iniciativas creativas y equipos técnicos de la Intendencia para preparar un “parte de servicio” común: qué necesita la ciudad, quién lo cuenta mejor, qué dudas han quedado en el aire y a qué Comba hay que ir para deliberarlas. Puede parecer menor, pero ahí se nota que hemos dejado atrás la vieja confusión entre opinión y decisión: opinamos en abierto, decidimos con reglas. Y cuando decidimos, lo contamos con claridad para que cualquier persona —sea abogada, jardinera o aprendiz de mecánica— pueda seguir el hilo y pedir cuentas si algo no encaja.

La Biopolis no inventó la conversación, ya venía de antes, pero la situó en un marco donde la vida buena es el norte, la ecología es el límite y el derecho a entender es tan evidente como el derecho a hablar.

Quizá por eso hoy cierro la radio de la Comba, guardo el móvil en el bolsillo y me voy andando al puerto. Allí, los del Consorcio que electrifica la logística costera están grabando una pieza con estudiantes de instituto sobre cómo suena un muelle sin diésel.

La escucho, sonrío y me repito lo de siempre, porque sigue siendo verdad: la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.

IA con propósito. La tecnología que sostiene la vida en Biopolis Cantábrica 2046

A estas alturas nadie discute que la gran inflexión no fue el descubrimiento de una herramienta milagrosa, sino la decisión política y cultural de poner la tecnología a servir propósitos claros, verificables y compartidos. Aquello que durante décadas se empleó para exprimir minutos de atención o levantar castillos de humo financieros quedó atrás, y en su lugar colocamos un conjunto de infraestructuras —computación cuántica, robótica, redes de datos y sistemas de inteligencia— con mandato público y comunitario: sostener la vida buena, garantizar lo esencial y operar dentro de los límites del planeta. Nada de fuegos de artificio: la medida del éxito es si una casa se climatiza con menos energía, si una cuenca llega viva al verano, si un turno de cuidados agota menos a quien lo hace. Es una tecnología menos ruidosa y más útil, que acepta con humildad que su fin no es brillar, sino encajar.

El corazón de ese encaje es el modo en que gobernamos lo digital. El cloud público de la Biopolis no es un “servicio” que alquilamos a poderes externos: es un bien común con cuentas abiertas, código auditable y pruebas de independencia energética. Sobre él funcionan los orquestadores que recomiendan —no ordenan— turnos, rutas, riegos o combinaciones de materiales; cada recomendación llega con su explicación legible y con la ruta de datos que la sustenta, de manera que una persona o un gremio pueda impugnarla si ve un riesgo, o mejorarla si encuentra un camino más sobrio en Codos. La identidad cívica y la wallet comunitaria nos dan control fino sobre el uso de nuestros datos: consentimiento granular, derecho efectivo a la revocación y “ventanas de silencio” por defecto para que la tecnología no invada los ritmos humanos que tanto costó recomponer. Esta arquitectura conversa con nuestros medios y con el Patio Federado de Conversación Pública, que sustituyó a las viejas redes comerciales: la trazabilidad y el contexto son obligatorios, el grito dejó de ser rentable y la manipulación algorítmica se prohibió por razones de salud mental y de higiene democrática.

La energía y el agua son las primeras líneas de cualquier discusión tecnológica. Aquí entrenar un modelo o desplegar un enjambre de robots no es un acto neutro: consume Codos y debe demostrar un “delta” positivo a escala del sistema. Antes de autorizarse, toda innovación pasa por pilotos con medición independiente, balance hídrico y plan de calor residual; si el resultado no mejora el gemelo ecosocial del territorio, se archiva sin trauma. Cuando sí mejora, la ampliación llega con condiciones: horas valle, refrigeración por aire libre y circuitos cerrados, reutilización del calor para redes de barrio, y un presupuesto de Codos que se reajusta en público. Cuanto más afinamos, menos entrenamos a ciegas y más ajustamos modelos con aprendizaje federado en los bordes, para que la información útil viaje sin arrastrar lo íntimo. La regla es sencilla y férrea: ningún avance vale si para lograrlo empobrecemos suelo, agua o ánimo.

Los gemelos digitales —que en realidad son ecosociales, porque incorporan variables físicas y también sociales— funcionan como cuadernos de campo ampliados a escala de Biopolis. Hay uno general y otros por cuenca, por barrio, por línea de producción, e incluso personales cuando tiene sentido; todos comparten estándares y todos aceptan la duda. En ellos ensayamos decisiones antes de ejecutarlas: rotaciones de cultivo, rediseños de mobiliario urbano, mezcla de aleaciones para una pieza crítica, o la logística silenciosa de un puerto. Lo valioso no es la simulación en sí, sino el bucle de aprendizaje: cada despliegue real alimenta al gemelo y, con ese retorno, la siguiente iteración comete menos errores. La ciudadanía los usa con naturalidad, desde una Comba que decide la orientación de sus sombras urbanas hasta un Consorcio de Misión que prueba alternativas para desalar con menos huella. El resultado no es una “ciudad inteligente”, sino una ciudad que entiende lo que hace y por qué.

Para llegar ahí cambiamos también la relación con las máquinas que tocan el mundo. La robótica que adoptamos es blanda, modulable y segura por diseño; no sustituye oficios sin más, sino que descarga esfuerzo doloroso, protege articulaciones y reduce riesgos. La vemos en la recolección con visión multispectral que distingue madurez sin estropear planta, en exoesqueletos comunitarios que se reservan como una bici eléctrica, en manipuladores que operan en cámaras frías donde el cuerpo humano sufre. Cada robot tiene “hoja de oficio”: límites de fuerza, protocolos de parada, trazabilidad pública de mantenimiento y la obligación de poder ser operado manualmente. Si un fallo causa daño, se activa el círculo restaurativo, se repara, se documenta y se entrena al sistema para que no repita el error. Trabajar con máquinas dejó de ser resignación y pasó a ser conversación.

En la vida cotidiana, lo tecnológico se vuelve casi invisible. Las cocinas de barrio planifican menús con asistentes que cruzan reservas, alergias y estacionalidad; las rutas de reparto se calculan con preferencia por pendientes suaves, sombras y paradas seguras; la calefacción de un bloque se gobierna con sensores baratos y reglas claras; una persona mayor que vive sola puede declarar “modo compañía” y recibir visitas vecinales coordinadas con discreción. Nada de asistentes que “lo hacen todo”: pequeñas ayudas, orientadas a propósito y fáciles de apagar. Quizá la mejor definición sea la del “copiloto de Comba”: un hilo de voz o de texto que te guía cuando te toca dinamizar una reunión, redactar un acta o preparar un turno, con plantilla simple y lenguaje claro, sin vocación de sustituir a nadie.

También le dimos la vuelta a la noción de propiedad intelectual. La Biopolis exige que cualquier descubrimiento que reduzca Codos o abarate lo básico se publique bajo licencias recíprocas y se comparta a escala global, porque solo así su efecto es real para el conjunto. A quien lo consigue se le reconoce reputación cívica y una proporción de la mejora, pero el 99% restante se distribuye —como hacemos con otros avances— para elevar el umbral común. La consecuencia es un ecosistema de software y hardware libre, con bibliotecas de piezas, laboratorios abiertos y repositorios que cualquier biopolis hermana puede replicar. Innovar ya no significa esconder, sino explicar.

Sabemos, por supuesto, que la tecnología puede dañar. Por eso además de auditorías técnicas hay ensayos sociales. A cada despliegue sensible le acompañan “pruebas de convivencia”: turnos de observación en plazas y talleres, entrevistas con personas vulnerables, simulacros de rumorología para medir cómo se difunde la desinformación y cómo la frenamos sin caer en censuras torpes. Nada se incorpora solo porque podemos hacerlo, primero se verifica que mejora la comunidad y que amplía nuestros límites ecológicos, y solo en ese caso, lo ponemos en marcha.

Mantenemos sistemas “modo isla” que aseguran agua, energía y comunicación básica durante cortes prolongados; entrenamos desconexiones programadas para comprobar que podemos operar analógicamente cuando haga falta; y practicamos redundancias: si cae un enlace cuántico, hay radio; si falla un sensor, hay bitácora de oficio; si un algoritmo se empecina, manda el criterio profesional. Incluso nuestras herramientas de defensa —como las ondas Gallas, diseñadas para neutralizar sin dañar— funcionan encapsuladas en reglas estrictas y bajo autorización humana con rastro completo, porque aprendimos demasiado bien lo que ocurre cuando el poder técnico se desata sin freno.

La computación cuántica merece mención aparte no por su aura, sino por su utilidad sobria. La usamos para problemas de optimización donde la mejora se traduce en menos kilómetros o menos pérdidas: enrutar flotas eléctricas con restricciones de orografía y clima, ajustar redes energéticas de barrio o encontrar combinaciones de materiales con máxima reciclabilidad y mínima energía de proceso. En todos los casos rige la misma disciplina: si el beneficio no compensa su coste en Codos, se renuncia sin problema.

Detrás de este entramado hay una alfabetización nueva. En las escuelas y en las Combas aprendemos a leer un registro de auditoría como se aprendía antes a leer un contrato, a discutir supuestos, a distinguir correlación de causalidad y a convivir con la incertidumbre. El objetivo no es que todas seamos programadoras, sino que nadie quede indefensa ante un panel de control o un veredicto estadístico. Ese mismo espíritu preside los Contratos de Aprendizaje Reversible aplicados a tecnología: entras, aportas, rotas; si no cuadra, se revierte sin estigma, y el sistema recoge lo aprendido.

No todo lo que probamos funciona, y ahí radica quizá la madurez. Nos damos permiso para abandonar sin dramatismo, documentamos bien los tropiezos y nos cuidamos de que el entusiasmo por lo nuevo no arrase con lo que ya sirve. La tecnología de la Biopolis no nació para deslumbrar, sino para sostener; no viene a colonizarlo todo, sino a hacerse pequeña cuando conviene. Si hoy podemos decir que el sistema planifica, aprende y rectifica con nosotros —y no a pesar de nosotros— es porque cambiamos la pregunta de fondo: dejamos de preguntar “¿qué más podemos hacer?” y pasamos a “¿qué menos basta, y con qué cuidado?”. Y, como repito desde el primer capítulo, esto que ahora parece evidente existió primero en la imaginación y el deseo.

La alimentación en Biopolis Cantábrica 2046. Producir sin hambre y sin excedernos

Cuando pienso en la comida de hoy —tan cercana y, a la vez, tan distinta a la de hace veinte años— me sorprende que el mayor cambio no esté en los platos sino en la relación que mantenemos con la tierra, el agua y los animales. Hemos aprendido, a fuerza de sequías repentinas, granizadas fuera de estación y mares cada vez más caprichosos, que alimentarnos es un pacto diario con los límites y con el cuidado; y lo es también con la dignidad de todas las personas. Por eso aquí comer dejó de ser un mercado ansioso para convertirse en un sistema comunitario que garantiza siempre lo suficiente sin pedirle al planeta lo imposible. La cobertura de la alimentación básica está amarrada a la Asignación Ciudadana y a los “Codos” que reflejan el coste ecosocial de lo que producimos y consumimos; nada se deja a la caridad ni a la especulación, y el hambre —que durante décadas se toleró como si fuera una inclemencia del tiempo— es un recuerdo vergonzoso de otro orden que afortunadamente ya no rige.

[En otros artículos de esta serie de futuro ficción ambientada en Biopolis Cantábrica en el año 2046 hemos contado como “son” las cosas en relación a la gobernanza, la economía, las empresas y la innovación, el mundo laboral, los ejércitos y las relaciones internacionales, el transporte, y la vivienda.]

Sostener esa promesa exige instituciones serias y reglas claras. La Asamblea Ciudadana fija el nivel nutricional de referencia —no en calorías abstractas, sino en salud concreta y culturalmente arraigada— y la Junta de Garantías Ecosociales traduce esa ambición en límites verificables de agua, suelos, biodiversidad y energía, de modo que cada decisión alimentaria se comprueba contra el gemelo ecosocial del territorio antes de autorizarse a escala. La pregunta ya no es “¿podemos permitírnoslo en euros?”, ahora es “¿podemos permitírnoslo en Codos sin vaciar el acuífero ni erosionar el suelo?”. Si la respuesta es no, se rediseña el proceso o se reformula el menú. Así, la política alimentaria no es papel mojado sino una práctica que se revisa con las estaciones y que cualquiera puede auditar desde su Comba.

La estructura productiva combina tres engranajes que se entienden mejor caminando entre bancales que leyendo organigramas. Las Unidades de Producción Comunitaria siembran, crían y procesan lo básico con precios regulados y métricas de suelo vivo, agua disponible y huella en Codos; a su alrededor florecen Iniciativas de Interés Ciudadano que elaboran por ejemplo panes de masa madre con trigos antiguos, quesos de pasto rotacional, conservas de costa o tempehs de legumbre atlántica, todo ello fuera de la canasta básica pero dentro de los límites ecosociales; y cuando el clima o una plaga ponen a prueba al conjunto, los Consorcios de Misión articulan esfuerzos público–comunitarios para reconvertir riegos, restaurar una cuenca o multiplicar semilleros resilientes. No hay interés empresarial, hay servicio; no hay secreto industrial, hay recetas abiertas y trazabilidad completa.

La autosuficiencia que proclamamos no es autarquía orgullosa, sino suficiencia territorial con solidaridad federada. Cada Biopolis se compromete a cubrir su cesta básica con agroecosistemas propios —marinos y terrestres— y a mantener reservas estratégicas de grano, legumbre, aceite, sal y fermentos; cuando una región sufre una mala campaña, se activa un corredor de ayuda entre Biopolis que no se negocia en mercados sino que se gobierna con reglas comunes y contabilidad de Codos compartida. No enviamos excedentes para limpiar conciencias; coordinamos ciclos para sostener suelos y gentes, y liberamos conocimiento para que la siguiente campaña dependa un poco menos del azar.

La adaptación al clima se ve en los paisajes. Los valles que antes eran monocultivos de pradera muestran ahora mosaicos de agroforestería honda: franjas de frutales y frutos secos con raíces profundas que protegen el suelo, líneas de cortavientos biodiversos, huertos bajo sombra agrovoltaica que amortiguan olas de calor y reducen evaporación, y pastos perennes donde el ganado no “produce carne” sino que presta un servicio: recicla biomasa, dispersa semillas, fertiliza sin encharcar y mantiene a raya el matorral que antes ardía cada verano. En las laderas, terrazas que cosechan nieblas y conducen agua lenta; en los cascos urbanos, azoteas con sustratos ligeros y patios comestibles que alivian islas de calor; en la costa, huertas marinas de laminarias y bivalvos que fijan carbono, filtran el agua y ofrecen proteína sin pienso ni riego. El ganado, mucho más escaso que antaño, está integrado en esquemas de silvopastoreo de baja densidad y calendarios de transhumancia corta que siguen el pulso de los pastos y no el de la industria; su bienestar es un límite, no un adorno. Reducimos el consumo de carne porque así lo pedían la ética y la eficiencia, y lo poco que comemos sabe a paisaje cuidado y a tiempo lento.

La industria alimentaria como la conocimos se disolvió en un archipiélago de cooperativas de productoras y consumidoras que operan a escala humana, con contratos de precompra y cuentas abiertas. La transformación existe —conservas, fermentados, moliendas, deshidratados— pero está diseñada para alargar la vida útil con el mínimo gasto energético y la mayor preservación de nutrientes; las grandes “fábricas” son hoy cocinas de barrio por Combas, equipadas con hornos de masa térmica, cámaras de frío compartidas y digestores anaerobios que convierten restos en biogás y enmiendas. Allí coinciden estudiantes con quienes cuidan, mayores con aprendices, y personas que por trabajo, salud o circunstancias no pueden cocinar lo necesario; nadie recibe «caridad»: participa de una cocina que es servicio público y, como todo servicio aquí, se gobierna con rostro y con reglas.

Planificamos siembras, cosechas y rutas con IA auditable que no dicta, sugiere; el gemelo ecosocial ajusta superficies según el estado real del suelo, la probabilidad de eventos extremos y el consumo observado, y cada ajuste se discute en los foros de cuenca, donde regantes, pescas artesanales y monte se sientan a estudiar agua, sombra y sal juntos. El resultado es menos kilómetros por bocado, menos pérdidas por caducidad y más seguridad cuando el clima decide probarnos. La trazabilidad es tan cotidiana como mirar la hora: el pan que compras te cuenta de qué parcela provino el grano, cuántos Codos costó molerlo y hornearlo y en qué cocina de barrio se coció la hornada.

Como en el resto de ámbitos, el trabajo alimentario se sostiene sobre turnos de Servicio Básico Comunitario que todas las personas cumplimos según nuestras posibilidades. Un ciclo puedes estar en semillero, otro en reparto en bicicleta eléctrica, otro en cocina de Comba o en limpieza de acequias; la rotación no es capricho, es aprendizaje distribuido y orgullo compartido. Los Gremios de Bien Común de agroecología, pesca artesanal, panificación o conservación marcan estándares de seguridad, ergonomía y calidad, y vetan técnicamente prácticas que pongan en riesgo suelos, aguas o cuerpos. El pasaporte de capacidades no mide heroicidades, sino oficio bien hecho y cuidado del conjunto.

La innovación, lejos de desnaturalizar, nos devolvió matices. Recuperamos centenares de variedades locales y las cruzamos con líneas resilientes a calor y salinidad; cultivamos leguminosas que antes se despreciaban y hoy son columna vertebral de la proteína vegetal; usamos fermentación de precisión y micoproteínas para complementar aminoácidos en dietas colectivas de escuelas y hospitales sin disparar Codos; integramos pequeños módulos de invernadero pasivo con almacenamiento térmico en roca y agua salobre para producir verduras críticas en inviernos duros; y mantenemos bancos de semilla en red que no son museos, sino reservas vivas que entran y salen de campo cada campaña para no perder vigor. Cada mejora que reduce Codos a escala se comparte de inmediato y retorna reconocimiento a quien la hizo posible, porque aquí la propiedad del conocimiento es comunitaria y la reputación nace del servicio.

El consumo cotidiano cambió sin dogmas y con mucha conversación. La canasta básica privilegia alimentos poco procesados y de temporada, pero el derecho a la elección se preserva dentro de los límites; las cocinas de barrio ofrecen menús normocalóricos ajustables a culturas y alergias, y las escuelas enseñan a niñas y niños a leer un perfil de suelo con la misma naturalidad con la que antes se aprendía a multiplicar. La carne aparece poco y con sentido; el pescado es costero y artesanal, con vedas que respetamos como si fueran festividades sagradas; el dulce existe, pero no depende del jarabe barato que nos anestesió el paladar durante décadas. A fuerza de practicarlo, descubrimos que la soberanía alimentaria no se decreta: se cocina, se siembra y se mastica.

En un mundo todavía convulso, la erradicación del hambre es quizá nuestra declaración política más íntima y más radical. No la logramos repartiendo barras de pan desde un camión, sino rehaciendo de abajo arriba el sistema que conecta fotosíntesis, manos y platos, y blindando con reglas y con afectos lo que jamás debió ponerse a subasta. Si hoy puedo decir que como bien, que sé de dónde viene cada bocado y que ninguno de mis vecinos se acuesta sin cenar, no es porque hayamos domesticado al clima ni porque la tecnología nos autorice cualquier capricho: es porque decidimos que alimentar es cuidar, y cuidamos con instituciones, con oficios y con límites. Y ya me conocéis: la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.

Cortesía de "Guti"

La Vivienda en la Biopolis Cantábrica del 2046

Si en la Biopolis hay una promesa que convierte cualquier biografía en un trayecto seguro, es la del hogar. No como mercancía, sino como derecho de uso garantizado y como infraestructura del buen vivir. Cuando decimos que cada persona tiene cubiertas sus necesidades básicas hablamos, ante todo, de un techo bien orientado, de una envolvente saludable y de una red barrial que sostiene la vida cotidiana sin sobresaltos. La vivienda dejó de ser un activo financiero y volvió a ser lo que siempre debió: un lugar para habitar, cuidar, aprender y envejecer en compañía. Por diseño y por mandato, la Biopolis asegura alojamiento universal dentro de los límites ecosociales comunes, y de ese principio se desprende todo lo demás.

El cambio de paradigma comenzó por el suelo. El territorio dejó de repartirse en parcelas para especular y pasó a integrarse en un Fideicomiso Cívico del Hábitat donde el valor no es el precio de compraventa sino su función social y ecológica: proteger suelos fértiles, densificar donde ya hay servicios, restaurar tejidos intermedios entre lo urbano y lo rural, y asegurar que cualquier decisión de uso encaje con el “gemelo ecosocial” que modela impactos y necesidades a distintas escalas. La Asamblea define las reglas y la Junta de Garantías verifica que cada operación de vivienda respeta el doble anillo de la Rosquilla —cobertura de necesidades y límites planetarios—, de manera que la libertad individual de configuración no empuje al conjunto fuera del carril seguro. La asignación de viviendas no se improvisa: la orquestación con IA —libre, auditable y sometida a consentimiento— cruza datos de demografía, cuidados, accesibilidad, energía y movilidad, y propone emparejamientos dinámicos que después se deliberan y ajustan en las “Combas” de cada barrio.

Quien llega a la mayoría de edad recibe un derecho de uso suficiente para vivir con autonomía, y ese derecho evoluciona a lo largo del ciclo de vida: se amplía si aparecen criaturas o personas dependientes, se adapta si surgen limitaciones de movilidad, se rota si tu misión te traslada temporalmente a otra Biopolis. Aquí no se heredan metros cuadrados, se hereda pertenencia a una comunidad que no expulsa a nadie por su renta. La movilidad residencial existe, pero responde a necesidades y propósitos, no a apuestas. El “precio” deja de ser palanca de exclusión: los elementos básicos de la casa —superficie razonable, aislamiento, ventilación, acceso a luz natural, cocina y baño accesibles— se cubren con la Asignación Ciudadana y tienen precios regulados; los extras no básicos se pagan en Euros y su huella se descuenta en Codos, de modo que quien desea más lujo en materiales o domótica asume su coste ecosocial sin violentar el umbral universal.

La producción de vivienda se reorganizó sobre una premisa tan sencilla como fecunda: rehabilitar primero, completar después, construir nuevo solo cuando no queda alternativa mejor. La Unidad de Producción Comunitaria del Hábitat coordina brigadas de rehabilitación energética, carpinterías de madera estructural, laboratorios de bio-materiales y bancos de piezas reutilizables, mientras que las Iniciativas de Interés Ciudadano aportan diseño, prefabricación abierta y acabados con identidad local. Cuando un reto excede la escala de lo cotidiano —por ejemplo, convertir un barrio entero en positivo en energía o adaptar un frente marítimo a temporales más frecuentes—, se activa un Consorcio de Misión con mandato claro, métricas en Codos y obligación de liberar planos, procesos y aprendizajes para que otros territorios repliquen. Ganamos todos si lo útil se comparte a tiempo.

El resultado se nota en la trama fina: portales que ya no son vestíbulos de paso sino nodos de cuidados, con una sala Comba donde se acuerdan turnos, un cuarto de herramientas compartidas y una pequeña cocina comunitaria que funciona como comedor vecinal cuando hace falta. Las plantas bajas recuperadas del aparcamiento privado alojan talleres, consultas de proximidad, ludotecas y espacios de fisioterapia, y en las cubiertas aparecen huertos ligeros y captadores que reducen demanda energética y alimentan microredes. Cada edificio publica su “pasaporte de materiales” y su plan de mantenimiento abierto, de modo que cualquier intervención futura conserva trazabilidad y evita despilfarros. Esta arquitectura de proximidad sostiene el nuevo reparto del tiempo entre Servicio Básico Comunitario e Iniciativa Propia, porque acerca lo imprescindible y libera horas para crear y descansar sin desplazamientos inútiles.

También cambió la forma en que medimos “lo suficiente”. El estándar ya no es la metrificación del estatus, sino el confort hídrico y térmico, la calidad del aire, el silencio interior, el acceso a luz y a espacios comunes bien diseñados. El gemelo ecosocial calcula el coste en Codos de cada metro cuadrado en función de su localización, materiales, energía y movilidad asociada, y empuja a soluciones sobrias e inteligentes: galerías bioclimáticas, envolventes en madera y fibras vegetales, ventilación cruzada, patios productivos que bajan la temperatura urbana y almacenan agua. La transición energética no se resolvió con aparatos, sino con edificios que demandan poco, producen parte de lo que consumen y gestionan la intermitencia en vecindad. Donde antes había trasteros cerrados, ahora hay salas de baterías comunitarias y espacios de reparación que alargan la vida de los objetos.

La relación entre vivienda y cuidados tuvo quizá el impacto más profundo. Decidimos que nadie cambiase de casa por un trámite burocrático o por una caída. Adaptar es la primera respuesta: puertas anchas, baños reversibles, cocinas seguras, sensores no intrusivos gobernados por la propia familia y conectados al centro de cuidados de la Comba. Cuando la autonomía se reduce, se activa un “contrato de convivencia” con apoyos rotativos del vecindario, asistentes de movilidad y, si procede, intercambio de turnos SBC entre personas que se cubren mutuamente. Las residencias masivas dieron paso a unidades de convivencia insertas en edificios ordinarios, sin segregación etaria, y con patios donde conviven escuelas infantiles y huertos sénior. La casa siguió siendo casa, y el barrio, red de seguridad.

Como en el resto de la economía, los mercados existen donde no dañan lo común. Hay oferta libre de acabados, de arte y de servicios no básicos —desde bibliotecas de objetos hasta estudios de sonido domiciliarios— y ahí cada cual decide si quiere gastar sus Euros y sus Codos adicionales. Lo que no existe es la renta extractiva ni la especulación con el derecho de uso: si ya no necesitas una vivienda asignada, la devuelves al Banco de Espacios del barrio con un proceso ágil y sin estigma, y la Intendencia reasigna según prioridad ecosocial. Cuando un conflicto aparece —ruidos, deterioros, incumplimientos—, se activa la mediación restaurativa y, si hace falta, un panel mixto con representación de la Asamblea, la Junta y el Gremio del Hábitat que fija reparación concreta, no castigo abstracto. La trazabilidad y la claridad reducen la arbitrariedad y cuidan la convivencia.

La movilidad transformó silenciosamente la vivienda. La desaparición del coche privado liberó miles de metros cuadrados en sótanos y viales que ahora alojan producción urbana limpia, salas de ensayo, gimnasios de salud pública y aulas de oficio. Las calles se convirtieron en corredores de clima y juego, y el estándar de “quince minutos” dejó de ser una consigna para convertirse en una experiencia diaria: el trabajo básico, los cuidados, la escuela, la compra y el ocio caben en el radio de una caminata agradable o un paseo en bici asistida. Al bajar la necesidad de moverse, bajaron también los metros “por si acaso” en cada casa, porque el barrio aporta lo que antes se encerraba tras la puerta.

No idealizo: llegar aquí exigió demoler inercias y reconciliar deseos legítimos con límites físicos. Hubo que explicar muchas veces por qué no tenía sentido construir en vegas fértiles o levantar torres vidriadas que brillan en los catálogos pero enferman con el primer verano duro; hubo que aceptar que el confort no depende de aparatos cada vez más potentes, sino de decisiones silenciosas en el proyecto y en la gestión comunitaria; hubo que aprender a cambiar de casa sin que doliera al orgullo y a compartir espacios sin sentir que la intimidad se evapora. Lo sostuvieron reglas claras, cuentas abiertas, auditorías ciudadanas por muestreo y una cultura de prueba y mejora que ya forma parte de nuestro instinto cívico.

A mis 76 años sigo en el mismo edificio de Getxo, pero no es el mismo. Donde antes guardaba un coche que apenas usaba, ahora hay un taller de bicicletas y un banco de herramientas que mantiene medio barrio; la vieja cubierta plana es un huerto de temporada que refresca las noches de agosto; el portal tiene una sala donde deliberamos y cuidamos, y el ascensor que instalamos hace años convive con una rampa amable que invita a quedarse en la planta baja a charlar. Cuando subo a casa y cierro la puerta, sigue siendo mi hogar; cuando la abro, sé que la vivienda es también la red que me sostiene. Y os lo repito una vez más, porque nos ha traído hasta aquí: la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.

El transporte de la Biopolis Cantábrica en 2046

A veces pienso que el transporte fue el espejo donde primero se reflejó el cambio de civilización, porque tocaba a la vez el cuerpo y el imaginario: la manera en que nos movíamos decía quién creíamos ser. El día que soltamos el coche privado —no porque nos lo prohibieran, sino porque dejó de tener sentido, porque su coste en Codos era absurdo y el reproche social convirtió su ostentación en una falta de respeto— entendí que habíamos traspasado el umbral. También cuando dejamos de volar por costumbre y el avión quedó reservado a lo imprescindible, como si la altura, por fin, hubiera recuperado su solemnidad. La frase que más repito a las visitas es que no perdimos libertad, ganamos aire, tiempo y silencio, y que la movilidad se nos volvió un derecho garantizado sin sobreactuación ni ruido.

No hubo milagros; hubo una coreografía cívica que empezó mucho antes de los vehículos. La Asamblea fijó un propósito sencillo —garantizar desplazamientos seguros, accesibles y frugales en Codos— y la Junta de Garantías le dio contorno prudente para que cada decisión de infraestructura entrara en los límites ecosociales. Las Combas, en ese lenguaje llano que es su marca, discutieron recorridos cotidianos, crujidos de pendientes, sombras a mediodía y los cuidados que requieren las personas que dependen de nosotros. Con ese tejido previo, la Intendencia pudo hilar una Red Viva de Movilidad Común que no es una marca ni un logo, sino una orquesta silenciosa de trenes, tranvías ligeros sin raíles, funiculares, pasarelas móviles y flotas compartidas de bicis y motos eléctricas, todo gobernado por la IA orquestadora que sugiere combinaciones, reserva plazas y reconfigura frecuencias como quien mueve sillas en una plaza para que quepamos todos sin empujarnos. Y siempre, lo repito, con consentimiento humano y algoritmos auditables; aquí las máquinas no mandan, acompañan.

Las viejas autopistas fueron quizá el gesto más visible: dejaron de ser cicatrices y se volvieron corredores vivos. Donde antes ardía el asfalto ahora hay suelos drenantes, setos comestibles, líneas de tranvía de neumático y sendas anchas por donde discurren, sin jerarquías feroces, triciclos de reparto, sillas de ruedas motorizadas, patinetes familiares y caminantes que van a ritmo de conversación. Cuando la pendiente aprieta, un funicular se encarama con paciencia y, si la lluvia arrecia, una marquesina fotovoltaica se despliega como una vela. Las microfábricas modularon todo esto con piezas abiertas, reparables, estandarizadas en la CBE para que el mantenimiento sea un oficio más que una concesión opaca, y para que ningún tramo quede rehén de un proveedor. Lo que de verdad cambió, sin embargo, fue el tempo: ya no se atraviesa la ciudad; se la habita en tránsito, y eso la cuida.

El puerto fue nuestro laboratorio. De día huele a algas y a soldadura fría, de noche suena a mareas y a baterías que se cargan con compases de viento. Aquel Consorcio de Misión que electrificó la logística costera —con muelles que beben de mareomotrices, grúas de balance asistido y remolcadores que navegan con velas rígidas y asistencia eléctrica— nos enseñó que logística y paisaje no están condenados a pelearse. La dársena pesquera se quedó sin diésel sin perder músculo, y los corredores terrestres de ida y vuelta con el interior se sincronizan con el parte de mareas para que nada vaya a destiempo. Yo bajé allí varias semanas a ayudar con contratos comprensibles y, de paso, a escuchar: nadie exigió épica, sólo garantías claras y ritmos humanos.

Entre valles y barrios altos tendimos líneas de cable que no se notan desde lejos; cabinas ligeras, silenciosas, que enlazan laderas donde el tranvía sudaría. Cuando te subes, el suelo es de madera templada y la cabina habla en voz baja: te recuerda la curva de la colina, el protocolo de prioridad para quien lleva a una criatura o acompaña a una persona mayor, y el tiempo que falta para el siguiente cruce. No hay publicidad, hay avisos de servicio; y a veces, si el viento lo recomienda, la línea suspende su orgullo y te invita a bajar a un funicular: mejor llegar un minuto después que forzar a la montaña. Ese tipo de cortesía con el territorio es, al final, la cortesía con nosotros mismos.

En el agua, la costa atlántica se cosió con ferris eléctricos de foils que apenas dejan estela y con naves de vela asistida que aprovechan los alisios como si hubiéramos recordado un idioma antiguo. Los canales urbanos, ahí donde existían o donde la recuperación ecológica los fue insinuando, se abrieron a una logística menuda de barcazas bajas que entran y salen como gatos, sin armar ruido; y aunque a veces el temporal nos obliga a recogernos, el gemelo ecosocial anticipa esas ventanas y la red completa se reajusta para que el mercado de barrio, el centro de salud y la escuela nunca queden lejos. Cada travesía declara su coste en Codos y, si el día viene generoso —sol alto, viento amable, demanda repartida—, parte de ese coste se condona y el viaje te sale casi gratis, que es como decir que el clima nos regaló empuje y lo devolvimos en forma de acceso.

Me preguntáis mucho por la “última milla”, ese eufemismo de otro tiempo. Ya no es un rompecabezas de furgonetas con prisa sino un baile de proximidad: nodos de barrio donde convergen los pedidos comunitarios, triciclos de carga que comparten rutas con carritos de cuidados, y un puñado de sorpresas que a fuerza de funcionar dejaron de ser excentricidades: tubos neumáticos entre equipamientos cercanos para documentación y medicación urgente, taquillas de intercambio custodiadas por la misma comunidad, repartos a pie en calles de prioridad humana donde la prisa sólo pasa si la causa es legítima y visible. Lo esencial se mueve con buen tino; lo accesorio espera su momento.

La movilidad personal, la que hacemos con el cuerpo, dejó de ser un acto de resistencia. Ni heroicidad deportiva ni “valentía” para meterse entre máquinas; es un gusto. Las bicis y las motos eléctricas son prótesis amables de la autonomía, con límites de velocidad que se adaptan a la densidad de la calle sin sermonear y con seguros ecosociales que no buscan castigar, sino recomponer cuando hay daño. El casco no es una coraza, es un sombrero de viento. Si no quieres pedalear, hay patinetes de eje ancho que no tiemblan con los baches, y si prefieres caminar, los corredores sombreados conectan plazas, mercados y aulas como quien enlaza habitaciones de una misma casa.

Para ir lejos redescubrimos el tiempo. El tren —con sus variantes según terreno y demanda— se ha convertido en un lugar para leer, trabajar un rato o simplemente mirar por la ventana sin culpa. Las tarifas son llaves cívicas: con tu wallet, que ya integra Asignación Ciudadana y derechos de transporte básico, reservas una butaca o un compartimento de conversación; si viajas con criaturas o dependencias, el sistema te propone vagones tranquilos, aseos de cuidados y personal de apoyo rotativo que no es “de seguridad” sino de hospitalidad. Viajar se volvió un modo de estar juntos, no un trámite competitivo. Y aunque existen alas que aún se despliegan —dirigibles de baja huella para emergencias o islas, planeadores asistidos cuando la geografía no ofrece otra salida—, son la excepción que confirma la regla de la frugalidad.

Toda esta red respira con nuestra economía doble. El transporte básico entra en la garantía universal —como el agua, la energía o la educación— y su precio en Euros está regulado para que nadie quede fuera; el coste en Codos se hace visible en cada trayecto, de modo que aprender a moverse mejor es aprender a vivir dentro del límite común.

Lo mejor es que la red es transparente como una cuenta clara. Puedes abrir el gemelo ecosocial y ver cómo respira tu barrio: dónde conviene plantar más sombra para el próximo verano, qué rampas hay que suavizar, qué zonas hay que acercar, etc. Esa información no se guarda en cajas negras; vive en repositorios públicos y es auditable por muestreo desde las Combas, igual que hacemos con los contratos y con los presupuestos. Tener los datos no nos vuelve tecnócratas: nos vuelve responsables.

Quizá por eso, cuando me preguntan por qué estoy tan orgulloso de “nuestro sistema de transporte”, sonrío y digo que ya no pienso en él como un sistema; pienso en un modo de estar en el territorio sin arrancarle más de lo que puede dar. Y entonces, como siempre, me despido con la frase que nos acompaña desde el principio: la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.