Cuando pienso en la comida de hoy —tan cercana y, a la vez, tan distinta a la de hace veinte años— me sorprende que el mayor cambio no esté en los platos sino en la relación que mantenemos con la tierra, el agua y los animales. Hemos aprendido, a fuerza de sequías repentinas, granizadas fuera de estación y mares cada vez más caprichosos, que alimentarnos es un pacto diario con los límites y con el cuidado; y lo es también con la dignidad de todas las personas. Por eso aquí comer dejó de ser un mercado ansioso para convertirse en un sistema comunitario que garantiza siempre lo suficiente sin pedirle al planeta lo imposible. La cobertura de la alimentación básica está amarrada a la Asignación Ciudadana y a los “Codos” que reflejan el coste ecosocial de lo que producimos y consumimos; nada se deja a la caridad ni a la especulación, y el hambre —que durante décadas se toleró como si fuera una inclemencia del tiempo— es un recuerdo vergonzoso de otro orden que afortunadamente ya no rige.
[En otros artículos de esta serie de futuro ficción ambientada en Biopolis Cantábrica en el año 2046 hemos contado como “son” las cosas en relación a la gobernanza, la economía, las empresas y la innovación, el mundo laboral, los ejércitos y las relaciones internacionales, el transporte, y la vivienda.]
Sostener esa promesa exige instituciones serias y reglas claras. La Asamblea Ciudadana fija el nivel nutricional de referencia —no en calorías abstractas, sino en salud concreta y culturalmente arraigada— y la Junta de Garantías Ecosociales traduce esa ambición en límites verificables de agua, suelos, biodiversidad y energía, de modo que cada decisión alimentaria se comprueba contra el gemelo ecosocial del territorio antes de autorizarse a escala. La pregunta ya no es “¿podemos permitírnoslo en euros?”, ahora es “¿podemos permitírnoslo en Codos sin vaciar el acuífero ni erosionar el suelo?”. Si la respuesta es no, se rediseña el proceso o se reformula el menú. Así, la política alimentaria no es papel mojado sino una práctica que se revisa con las estaciones y que cualquiera puede auditar desde su Comba.
La estructura productiva combina tres engranajes que se entienden mejor caminando entre bancales que leyendo organigramas. Las Unidades de Producción Comunitaria siembran, crían y procesan lo básico con precios regulados y métricas de suelo vivo, agua disponible y huella en Codos; a su alrededor florecen Iniciativas de Interés Ciudadano que elaboran por ejemplo panes de masa madre con trigos antiguos, quesos de pasto rotacional, conservas de costa o tempehs de legumbre atlántica, todo ello fuera de la canasta básica pero dentro de los límites ecosociales; y cuando el clima o una plaga ponen a prueba al conjunto, los Consorcios de Misión articulan esfuerzos público–comunitarios para reconvertir riegos, restaurar una cuenca o multiplicar semilleros resilientes. No hay interés empresarial, hay servicio; no hay secreto industrial, hay recetas abiertas y trazabilidad completa.
La autosuficiencia que proclamamos no es autarquía orgullosa, sino suficiencia territorial con solidaridad federada. Cada Biopolis se compromete a cubrir su cesta básica con agroecosistemas propios —marinos y terrestres— y a mantener reservas estratégicas de grano, legumbre, aceite, sal y fermentos; cuando una región sufre una mala campaña, se activa un corredor de ayuda entre Biopolis que no se negocia en mercados sino que se gobierna con reglas comunes y contabilidad de Codos compartida. No enviamos excedentes para limpiar conciencias; coordinamos ciclos para sostener suelos y gentes, y liberamos conocimiento para que la siguiente campaña dependa un poco menos del azar.
La adaptación al clima se ve en los paisajes. Los valles que antes eran monocultivos de pradera muestran ahora mosaicos de agroforestería honda: franjas de frutales y frutos secos con raíces profundas que protegen el suelo, líneas de cortavientos biodiversos, huertos bajo sombra agrovoltaica que amortiguan olas de calor y reducen evaporación, y pastos perennes donde el ganado no “produce carne” sino que presta un servicio: recicla biomasa, dispersa semillas, fertiliza sin encharcar y mantiene a raya el matorral que antes ardía cada verano. En las laderas, terrazas que cosechan nieblas y conducen agua lenta; en los cascos urbanos, azoteas con sustratos ligeros y patios comestibles que alivian islas de calor; en la costa, huertas marinas de laminarias y bivalvos que fijan carbono, filtran el agua y ofrecen proteína sin pienso ni riego. El ganado, mucho más escaso que antaño, está integrado en esquemas de silvopastoreo de baja densidad y calendarios de transhumancia corta que siguen el pulso de los pastos y no el de la industria; su bienestar es un límite, no un adorno. Reducimos el consumo de carne porque así lo pedían la ética y la eficiencia, y lo poco que comemos sabe a paisaje cuidado y a tiempo lento.
La industria alimentaria como la conocimos se disolvió en un archipiélago de cooperativas de productoras y consumidoras que operan a escala humana, con contratos de precompra y cuentas abiertas. La transformación existe —conservas, fermentados, moliendas, deshidratados— pero está diseñada para alargar la vida útil con el mínimo gasto energético y la mayor preservación de nutrientes; las grandes “fábricas” son hoy cocinas de barrio por Combas, equipadas con hornos de masa térmica, cámaras de frío compartidas y digestores anaerobios que convierten restos en biogás y enmiendas. Allí coinciden estudiantes con quienes cuidan, mayores con aprendices, y personas que por trabajo, salud o circunstancias no pueden cocinar lo necesario; nadie recibe «caridad»: participa de una cocina que es servicio público y, como todo servicio aquí, se gobierna con rostro y con reglas.
Planificamos siembras, cosechas y rutas con IA auditable que no dicta, sugiere; el gemelo ecosocial ajusta superficies según el estado real del suelo, la probabilidad de eventos extremos y el consumo observado, y cada ajuste se discute en los foros de cuenca, donde regantes, pescas artesanales y monte se sientan a estudiar agua, sombra y sal juntos. El resultado es menos kilómetros por bocado, menos pérdidas por caducidad y más seguridad cuando el clima decide probarnos. La trazabilidad es tan cotidiana como mirar la hora: el pan que compras te cuenta de qué parcela provino el grano, cuántos Codos costó molerlo y hornearlo y en qué cocina de barrio se coció la hornada.
Como en el resto de ámbitos, el trabajo alimentario se sostiene sobre turnos de Servicio Básico Comunitario que todas las personas cumplimos según nuestras posibilidades. Un ciclo puedes estar en semillero, otro en reparto en bicicleta eléctrica, otro en cocina de Comba o en limpieza de acequias; la rotación no es capricho, es aprendizaje distribuido y orgullo compartido. Los Gremios de Bien Común de agroecología, pesca artesanal, panificación o conservación marcan estándares de seguridad, ergonomía y calidad, y vetan técnicamente prácticas que pongan en riesgo suelos, aguas o cuerpos. El pasaporte de capacidades no mide heroicidades, sino oficio bien hecho y cuidado del conjunto.
La innovación, lejos de desnaturalizar, nos devolvió matices. Recuperamos centenares de variedades locales y las cruzamos con líneas resilientes a calor y salinidad; cultivamos leguminosas que antes se despreciaban y hoy son columna vertebral de la proteína vegetal; usamos fermentación de precisión y micoproteínas para complementar aminoácidos en dietas colectivas de escuelas y hospitales sin disparar Codos; integramos pequeños módulos de invernadero pasivo con almacenamiento térmico en roca y agua salobre para producir verduras críticas en inviernos duros; y mantenemos bancos de semilla en red que no son museos, sino reservas vivas que entran y salen de campo cada campaña para no perder vigor. Cada mejora que reduce Codos a escala se comparte de inmediato y retorna reconocimiento a quien la hizo posible, porque aquí la propiedad del conocimiento es comunitaria y la reputación nace del servicio.
El consumo cotidiano cambió sin dogmas y con mucha conversación. La canasta básica privilegia alimentos poco procesados y de temporada, pero el derecho a la elección se preserva dentro de los límites; las cocinas de barrio ofrecen menús normocalóricos ajustables a culturas y alergias, y las escuelas enseñan a niñas y niños a leer un perfil de suelo con la misma naturalidad con la que antes se aprendía a multiplicar. La carne aparece poco y con sentido; el pescado es costero y artesanal, con vedas que respetamos como si fueran festividades sagradas; el dulce existe, pero no depende del jarabe barato que nos anestesió el paladar durante décadas. A fuerza de practicarlo, descubrimos que la soberanía alimentaria no se decreta: se cocina, se siembra y se mastica.
En un mundo todavía convulso, la erradicación del hambre es quizá nuestra declaración política más íntima y más radical. No la logramos repartiendo barras de pan desde un camión, sino rehaciendo de abajo arriba el sistema que conecta fotosíntesis, manos y platos, y blindando con reglas y con afectos lo que jamás debió ponerse a subasta. Si hoy puedo decir que como bien, que sé de dónde viene cada bocado y que ninguno de mis vecinos se acuesta sin cenar, no es porque hayamos domesticado al clima ni porque la tecnología nos autorice cualquier capricho: es porque decidimos que alimentar es cuidar, y cuidamos con instituciones, con oficios y con límites. Y ya me conocéis: la realidad existió primero en la imaginación y el deseo.