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IA con propósito. La tecnología que sostiene la vida en Biopolis Cantábrica 2046

A estas alturas nadie discute que la gran inflexión no fue el descubrimiento de una herramienta milagrosa, sino la decisión política y cultural de poner la tecnología a servir propósitos claros, verificables y compartidos. Aquello que durante décadas se empleó para exprimir minutos de atención o levantar castillos de humo financieros quedó atrás, y en su lugar colocamos un conjunto de infraestructuras —computación cuántica, robótica, redes de datos y sistemas de inteligencia— con mandato público y comunitario: sostener la vida buena, garantizar lo esencial y operar dentro de los límites del planeta. Nada de fuegos de artificio: la medida del éxito es si una casa se climatiza con menos energía, si una cuenca llega viva al verano, si un turno de cuidados agota menos a quien lo hace. Es una tecnología menos ruidosa y más útil, que acepta con humildad que su fin no es brillar, sino encajar.

El corazón de ese encaje es el modo en que gobernamos lo digital. El cloud público de la Biopolis no es un “servicio” que alquilamos a poderes externos: es un bien común con cuentas abiertas, código auditable y pruebas de independencia energética. Sobre él funcionan los orquestadores que recomiendan —no ordenan— turnos, rutas, riegos o combinaciones de materiales; cada recomendación llega con su explicación legible y con la ruta de datos que la sustenta, de manera que una persona o un gremio pueda impugnarla si ve un riesgo, o mejorarla si encuentra un camino más sobrio en Codos. La identidad cívica y la wallet comunitaria nos dan control fino sobre el uso de nuestros datos: consentimiento granular, derecho efectivo a la revocación y “ventanas de silencio” por defecto para que la tecnología no invada los ritmos humanos que tanto costó recomponer. Esta arquitectura conversa con nuestros medios y con el Patio Federado de Conversación Pública, que sustituyó a las viejas redes comerciales: la trazabilidad y el contexto son obligatorios, el grito dejó de ser rentable y la manipulación algorítmica se prohibió por razones de salud mental y de higiene democrática.

La energía y el agua son las primeras líneas de cualquier discusión tecnológica. Aquí entrenar un modelo o desplegar un enjambre de robots no es un acto neutro: consume Codos y debe demostrar un “delta” positivo a escala del sistema. Antes de autorizarse, toda innovación pasa por pilotos con medición independiente, balance hídrico y plan de calor residual; si el resultado no mejora el gemelo ecosocial del territorio, se archiva sin trauma. Cuando sí mejora, la ampliación llega con condiciones: horas valle, refrigeración por aire libre y circuitos cerrados, reutilización del calor para redes de barrio, y un presupuesto de Codos que se reajusta en público. Cuanto más afinamos, menos entrenamos a ciegas y más ajustamos modelos con aprendizaje federado en los bordes, para que la información útil viaje sin arrastrar lo íntimo. La regla es sencilla y férrea: ningún avance vale si para lograrlo empobrecemos suelo, agua o ánimo.

Los gemelos digitales —que en realidad son ecosociales, porque incorporan variables físicas y también sociales— funcionan como cuadernos de campo ampliados a escala de Biopolis. Hay uno general y otros por cuenca, por barrio, por línea de producción, e incluso personales cuando tiene sentido; todos comparten estándares y todos aceptan la duda. En ellos ensayamos decisiones antes de ejecutarlas: rotaciones de cultivo, rediseños de mobiliario urbano, mezcla de aleaciones para una pieza crítica, o la logística silenciosa de un puerto. Lo valioso no es la simulación en sí, sino el bucle de aprendizaje: cada despliegue real alimenta al gemelo y, con ese retorno, la siguiente iteración comete menos errores. La ciudadanía los usa con naturalidad, desde una Comba que decide la orientación de sus sombras urbanas hasta un Consorcio de Misión que prueba alternativas para desalar con menos huella. El resultado no es una “ciudad inteligente”, sino una ciudad que entiende lo que hace y por qué.

Para llegar ahí cambiamos también la relación con las máquinas que tocan el mundo. La robótica que adoptamos es blanda, modulable y segura por diseño; no sustituye oficios sin más, sino que descarga esfuerzo doloroso, protege articulaciones y reduce riesgos. La vemos en la recolección con visión multispectral que distingue madurez sin estropear planta, en exoesqueletos comunitarios que se reservan como una bici eléctrica, en manipuladores que operan en cámaras frías donde el cuerpo humano sufre. Cada robot tiene “hoja de oficio”: límites de fuerza, protocolos de parada, trazabilidad pública de mantenimiento y la obligación de poder ser operado manualmente. Si un fallo causa daño, se activa el círculo restaurativo, se repara, se documenta y se entrena al sistema para que no repita el error. Trabajar con máquinas dejó de ser resignación y pasó a ser conversación.

En la vida cotidiana, lo tecnológico se vuelve casi invisible. Las cocinas de barrio planifican menús con asistentes que cruzan reservas, alergias y estacionalidad; las rutas de reparto se calculan con preferencia por pendientes suaves, sombras y paradas seguras; la calefacción de un bloque se gobierna con sensores baratos y reglas claras; una persona mayor que vive sola puede declarar “modo compañía” y recibir visitas vecinales coordinadas con discreción. Nada de asistentes que “lo hacen todo”: pequeñas ayudas, orientadas a propósito y fáciles de apagar. Quizá la mejor definición sea la del “copiloto de Comba”: un hilo de voz o de texto que te guía cuando te toca dinamizar una reunión, redactar un acta o preparar un turno, con plantilla simple y lenguaje claro, sin vocación de sustituir a nadie.

También le dimos la vuelta a la noción de propiedad intelectual. La Biopolis exige que cualquier descubrimiento que reduzca Codos o abarate lo básico se publique bajo licencias recíprocas y se comparta a escala global, porque solo así su efecto es real para el conjunto. A quien lo consigue se le reconoce reputación cívica y una proporción de la mejora, pero el 99% restante se distribuye —como hacemos con otros avances— para elevar el umbral común. La consecuencia es un ecosistema de software y hardware libre, con bibliotecas de piezas, laboratorios abiertos y repositorios que cualquier biopolis hermana puede replicar. Innovar ya no significa esconder, sino explicar.

Sabemos, por supuesto, que la tecnología puede dañar. Por eso además de auditorías técnicas hay ensayos sociales. A cada despliegue sensible le acompañan “pruebas de convivencia”: turnos de observación en plazas y talleres, entrevistas con personas vulnerables, simulacros de rumorología para medir cómo se difunde la desinformación y cómo la frenamos sin caer en censuras torpes. Nada se incorpora solo porque podemos hacerlo, primero se verifica que mejora la comunidad y que amplía nuestros límites ecológicos, y solo en ese caso, lo ponemos en marcha.

Mantenemos sistemas “modo isla” que aseguran agua, energía y comunicación básica durante cortes prolongados; entrenamos desconexiones programadas para comprobar que podemos operar analógicamente cuando haga falta; y practicamos redundancias: si cae un enlace cuántico, hay radio; si falla un sensor, hay bitácora de oficio; si un algoritmo se empecina, manda el criterio profesional. Incluso nuestras herramientas de defensa —como las ondas Gallas, diseñadas para neutralizar sin dañar— funcionan encapsuladas en reglas estrictas y bajo autorización humana con rastro completo, porque aprendimos demasiado bien lo que ocurre cuando el poder técnico se desata sin freno.

La computación cuántica merece mención aparte no por su aura, sino por su utilidad sobria. La usamos para problemas de optimización donde la mejora se traduce en menos kilómetros o menos pérdidas: enrutar flotas eléctricas con restricciones de orografía y clima, ajustar redes energéticas de barrio o encontrar combinaciones de materiales con máxima reciclabilidad y mínima energía de proceso. En todos los casos rige la misma disciplina: si el beneficio no compensa su coste en Codos, se renuncia sin problema.

Detrás de este entramado hay una alfabetización nueva. En las escuelas y en las Combas aprendemos a leer un registro de auditoría como se aprendía antes a leer un contrato, a discutir supuestos, a distinguir correlación de causalidad y a convivir con la incertidumbre. El objetivo no es que todas seamos programadoras, sino que nadie quede indefensa ante un panel de control o un veredicto estadístico. Ese mismo espíritu preside los Contratos de Aprendizaje Reversible aplicados a tecnología: entras, aportas, rotas; si no cuadra, se revierte sin estigma, y el sistema recoge lo aprendido.

No todo lo que probamos funciona, y ahí radica quizá la madurez. Nos damos permiso para abandonar sin dramatismo, documentamos bien los tropiezos y nos cuidamos de que el entusiasmo por lo nuevo no arrase con lo que ya sirve. La tecnología de la Biopolis no nació para deslumbrar, sino para sostener; no viene a colonizarlo todo, sino a hacerse pequeña cuando conviene. Si hoy podemos decir que el sistema planifica, aprende y rectifica con nosotros —y no a pesar de nosotros— es porque cambiamos la pregunta de fondo: dejamos de preguntar “¿qué más podemos hacer?” y pasamos a “¿qué menos basta, y con qué cuidado?”. Y, como repito desde el primer capítulo, esto que ahora parece evidente existió primero en la imaginación y el deseo.

¿Qué adelanto tecnológico crees que deberías tener en tu vivienda?

Esto es lo que ha preguntado el periódico El Correo a sus lectores y las respuestas las resumo en:

– Ascensor que cuando se queda sin corriente baja automáticamente a la planta baja.
– Sistema de limpieza de ventanas por el exterior.
– Sistema de reciclado de agua.
– Paneles solares.
– Sistema de instalaciones electricas y de telecomunicaciones sin cables.
– Ascensor.

A mi me parece que somos muy poco ambiciosos, no? Muchas de las propuestas son cosas que ya existen.

Dejad volar la imaginación: ¿qué le pediríais vosotros como avance tecnológico a las viviendas?

(La foto es de dhammza