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Un contenedor de basura desbordado.

La escena es sencilla de imaginar: una calle con mil vecinas y vecinos que comparten un único contenedor de basura. Cada bolsa que cae dentro es un viaje en coche, un vuelo, una fábrica en marcha; es decir, una tonelada de dióxido de carbono. El problema es que el contenedor está diseñado para aguantar como mucho 300 bolsas al día, porque los bosques, los suelos y los océanos —nuestros sistemas de “reciclaje” naturales— solo logran absorber aproximadamente la mitad del CO₂ que emitimos y cada año están perdiendo fuerza. Aun así, hoy lo estamos llenando con mil bolsas, más de tres veces su capacidad. El desastre se anuncia solo.

Si ya es indignante la cantidad total, espera a ver quién la genera. Una sola persona de las mil de nuestra calle imaginaria, ese 0,1% situado en el ático acristalado, tira ella sola la friolera de setenta bolsas de basura diarias en nuestro contenedor. Las nueve personas siguientes —el resto del 1%— añaden 11 bolsas al día cada una, es decir, otras cien. El 9% acomodado, en el que seguramente nos encontramos por aquí, tiramos algo más de 3 bolsas y media al día, en total unas trescientas treinta. El 40% siguiente tira un poco más de 1 bolsa al día, y el 50% más pobre de la calle, no tiene ni para generar basura y tira apenas una bolsa a la semana, y, aun así, vive pegada al contenedor desbordado. Durante el periodo 1990-2015 el 1% más rico ya emitió el doble que el 50% más pobre, y en 2025 esas élites agotaron “su” cuota anual de carbono para el 10 de enero.

Así que tenemos dos problemas: uno es que tiramos el triple de basura del que debiéramos y otro es que tenemos a 1 persona que tira 70 bolsas de basura al día mientras otras 500 solo tiran una bolsa a la semana.

Frente a esta obscena desproporción, la ciencia climática plantea dos llaves maestras: reducir el volumen total de bolsas y repartirlas con justicia. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) calcula que, para no rebasar 1,5 °C, las emisiones mundiales deben caer cerca de un 70 % y alcanzar la neutralidad en torno a 2050. Trasladado a nuestra metáfora, habría que pasar de mil a trescientas bolsas diarias.

¿Cómo repartir ese recorte? La lógica es tan contundente como el problema: quien más bolsas tira y más recursos posee reduce primero. Al 0,1 % le toca bajar de setenta a dos bolsas; al resto del 1 %, de cien a ocho; al 9 % acomodado, de trescientas treinta a cuarenta. La clase media mundial debería reducir sus depósitos a la mitad-dos tercios. Y la mitad con menos ingresos, la que hoy apenas contamina, podría incluso aumentar algo sus bolsas para cubrir necesidades básicas de energía, transporte o alimentación digna. Así no solo liberamos espacio en el contenedor, sino que garantizamos que nadie quede sin luz ni calefacción mientras la azotea sigue iluminada como un árbol de Navidad.

El camino que la élite pretende vendernos es radicalmente distinto. Consiste en seguir llenando el contenedor y fiarlo todo a compensaciones, tecnologías milagro y un “crecimiento verde” que, de momento, jamás ha evitado que las emisiones sigan batiendo récords. Aviones un 20 % más eficientes terminan abarrotando aún más aeropuertos; plantar árboles mientras abrimos nuevas minas de carbón es como regar el jardín mientras se incendia la casa. Peor aún: los lujos “verdes” de alto poder adquisitivo absorben inversiones y materias primas que se necesitan para democratizar la energía limpia, retrasando la transición para la mayoría.

Frente a ese callejón sin salida, existe un sendero viable y emancipador. Pasa por prohibir o gravar de forma prohibitiva los juguetes de carbono extremo —jets privados, megayates, vehículos de tres toneladas—, implantar un impuesto progresivo al carbono personal que haga impagable un atracón de vuelos intercontinentales, cortar la financiación a nuevos proyectos fósiles y redirigir masivamente el dinero hacia renovables y transporte público. Lo recaudado debe destinarse a garantizar que los barrios sin recursos accedan a electricidad solar, cocinas limpias y líneas de autobús eléctrico; solo así la mitad pobre de la calle podrá vivir mejor sin que el cubo vuelva a rebosar.

La alternativa es dejar que un puñado de mansiones siga descargando furgonetas de basura cada noche mientras piden a la vecindad que recicle mejor sus mondas de fruta. Pero la física es innegociable: o vaciamos desde arriba y reducimos el total, o el contenedor seguirá explotando delante de todas. El reloj climático corre y cada bolsa que añadimos hoy será un metro cúbico de aire tóxico mañana. No se trata de sacrificios individuales frívolos, sino de exigir que quienes más ensucian asuman, por fin, el coste real de su derroche. Porque en esta calle sin salida de emergencia respiramos todas las personas, y la justicia —climática y social— es la única puerta que nos queda abierta.

Un túnel hacia el pasado.

Quienes se hayan movido por la zona de la ría del Nervión, en Bizkaia, habrán notado que a menudo el tráfico por el puente de Rontegi y los accesos a Bilbao es denso, casi asfixiante. Ante la saturación, la Diputación Foral de Bizkaia ha planteado la construcción de un túnel subfluvial, una infraestructura de más de 400 millones de euros que atravesaría la ría para enlazar ambas márgenes. ¿La finalidad? Teóricamente, aligerar el puente de Rontegi y “mejorar la movilidad”. Sin embargo, el proyecto está cosechando fortísimas críticas que muestran graves riesgos ambientales, sociales y económicos, sin aportar soluciones reales a la congestión. ¿Merece la pena invertir semejante dineral para encaminar Bilbao y su ría, literalmente, hacia más tráfico?

Un proyecto gestado sin transparencia ni participación real

Lo primero que hay que señalar, como hacen las plataformas ciudadanas opuestas, como Subflubiala EZ!, es la falta de participación en todo este proceso. La idea de un túnel carretero bajo la ría no es nueva: se planteó hace años y se descartó por costosa y compleja. Ahora, el gobierno foral la ha desempolvado y la ha presentado como algo cerrado, sin un debate público ni evaluaciones comparativas con posibles alternativas. Se han recibido alegaciones, sí, pero la decisión política ya estaba tomada y la Diputación, lejos de fomentar el diálogo, va sellando los documentos formales de manera implacable.

En un momento en que se promueve la participación ciudadana y la planificación transparente, este procedimiento despierta indignación. ¿Por qué tal prisa en una inversión tan enorme si hoy día existen soluciones más eficientes, menos contaminantes y más económicas para mejorar la movilidad? ¿Por qué no optar por medidas más audaces en materia de transporte público?

Impacto ambiental contradictorio con la lucha contra el cambio climático

El segundo eje de las críticas es el aumento en emisiones de CO₂ y en contaminación atmosférica que traería el túnel. Aunque sus promotores argumentan que podría reducirse el recorrido de muchos coches y, por tanto, bajar las emisiones, la realidad (y la experiencia en otras infraestructuras similares) indica claramente que construir más vías para el coche genera siempre un “efecto llamada”: más conductores se animan a usar el vehículo privado, y al final, la supuesta disminución de atascos acaba esfumándose.

Este incremento en la circulación se traduce en más gases de efecto invernadero y polución. Justo cuando Euskadi y el mundo han declarado la emergencia climática, se comete la incoherencia de levantar una infraestructura que refuerza el uso del coche. Dado que el transporte es el responsable de un tercio de las emisiones de CO₂, apostar por el vehículo privado va en dirección contraria a la sostenibilidad. Para colmo, se modificarían zonas naturales de la ribera y se afectaría un parque urbano, lo que acentúa el rechazo de la ciudadanía.

Un gasto desproporcionado de 400 millones (y subiendo)

Uno de los argumentos más contundentes contra el proyecto es el enorme coste público, que oscila entre los 450 millones y los 600 millones de euros, según se vayan concretando los detalles y ajustando los precios de la construcción. Para poner esto en perspectiva: en 2023, mantener el descuento del 50% en el transporte público en Bizkaia tuvo un coste aproximado de 11 millones de euros. Con esos 450-600 millones que se pretende destinar al túnel, se podrían sostener entre 40 y 60 años de descuentos en el transporte colectivo, beneficiando así a la gran mayoría de la población, especialmente a quienes menos recursos tienen.

Por tanto, resulta inevitable preguntarse: ¿de verdad nos conviene gastar tal cantidad de dinero en una autopista subterránea para coches? ¿No sería más justo y eficiente inyectar esa inversión en un transporte público de excelencia, que reduzca el uso del automóvil y, por tanto, la contaminación y la congestión?

En Bizkaia, además, pende la sombra de la Supersur que comenzó con un presupuesto cercano a 450 millones de euros y terminó costando más de 1.100 millones, más del doble de lo previsto. Todo ello para una infraestructura que, a día de hoy, está cláramente infrautilizada y que no ha solucionado en modo alguno los atascos de la A-8. ¿Por qué creer que esta vez será diferente? El túnel subfluvial esetá encaminado a emular el mismo patrón, con revisiones al alza y un uso final muy inferior a las expectativas.

La lógica de “construir primero y luego ver cómo fluye el tráfico” ya fracasó con la Supersur. Aun así, la Diputación insiste en que no hay otra opción.

Efectos sociales y barreras urbanas

Esta obra afectaría directamente a barrios densamente habitados. El área de Artaza, en Leioa, alberga un instituto cuyas y cuyos estudiantes pueden sufrir ruidos y polución inasumibles durante los años de obras. El parque de Artaza, pulmón verde de la zona, se vería seriamente mermado. En la Margen Izquierda, la salida del túnel implicaría más tráfico y ruido en áreas residenciales de Sestao, ya castigadas históricamente por la polución industrial. En vez de “coser” barrios y fomentar la cercanía, se abriría otra vía rápida que fractura el espacio, resta calidad de vida a la población local y merma espacios de encuentro ciudadano.

Además, este proyecto perpetúa un modelo en el que el coche —esencialmente un privilegio de las personas con mayor poder adquisitivo— sigue siendo la base del transporte. Las personas con menores recursos o quienes no conducen se verán obligadas a respirar el aire sucio sin beneficiarse de la autopista subterránea. Mientras, ¿qué pasa con el transporte público? Se anuncia un hipotético ramal de metro en paralelo, pero sin más detalles y con escasas garantías. Esta supuesta “multimodalidad” es un mero lavado de cara que no cambia la esencia de la obra: una gran infraestructura para coches.

Falacia de la descongestión permanente

Quienes defienden el proyecto insisten en que el puente de Rontegi está saturado y que el túnel ofrecerá un paso alternativo que ahorrará atascos. En primer lugar, gran parte de la congestión que sufre Rontegi se produce en horas punta, cuando las y los trabajadores de ambas márgenes acuden a Bilbao. El túnel solo significará la posibilidad de elegir entre el atasco de una margen o el de la otra, pero no implica ninguna ruta adicional. Además, la experiencia indica que a medio y largo plazo no hará sino invitar a más coches a la carretera, generando de nuevo colapso en las nuevas infraestructuras. La paradoja de construir más carriles para paliar un problema que precisamente se alimenta del uso excesivo del automóvil se ha documentado en infinidad de estudios.

Por otro lado, conviene preguntarse si otros remedios —en especial un transporte público barato y frecuente— no resultarían más efectivos y muchísimo más económicos. Desdoblar infraestructuras es una jugada típica del siglo pasado, cuando se creía que el crecimiento económico y la prosperidad se medían en kilómetros de autopista.

Sostenibilidad y competitividad del territorio: un espejismo

Otra defensa pro-túnel apunta al supuesto impulso económico que recibiría la zona. Sin embargo, cada vez más ciudades europeas están optado por retirar vías urbanas y dedicar mayores esfuerzos a revitalizar espacios públicos, fomentar la bicicleta y el transporte público, y crear zonas de bajas emisiones. ¿El resultado? Centros urbanos más atractivos, vida comercial más vibrante y ciudadanos con mejor calidad de vida.

Bilbao corre el riesgo de retroceder si entierra decenas de millones en un paso subfluvial que perpetúe la tiranía del coche. La creación de empleo en la obra podría lograrse igualmente invirtiendo esos fondos en renovables, rehabilitación energética de edificios o ampliación de infraestructuras de transporte colectivo. ¿No sería más sensato apostar por un futuro alineado con la crisis climática y la demanda social de nuevas formas de movilidad?

Respuesta social: “No al subfluvial”

Las plataformas y colectivos contrarios —vecinales, ecologistas y estudiantiles— recalcan que no es un simple “no a todo”. Proponen una visión de futuro con menos coches, menos contaminación y más calidad de vida: transporte público mejor financiado, carriles bici bien conectados, medidas de pacificación del tráfico y planes de movilidad integral que reduzcan la dependencia del vehículo privado.

Insisten en la urgencia de repensar la planificación metropolitana para no colocar una autopista subterránea que condena a la ciudadanía a más emisiones, más gasto público y más ruinas urbanas en el futuro. Frente a argumentos forales sobre la necesidad de dar una salida “resiliente” al puente de Rontegi, voces expertas señalan que la verdadera resiliencia vendría de un cambio de modelo de movilidad, no de duplicar la red vial existente.

Invertir en soluciones verdaderamente sostenibles

El túnel subfluvial bajo la ría de Bilbao, con un coste astronómico y un horizonte de varios años de obras, ejemplifica el conflicto entre un modelo obsoleto y otro más coherente con las urgencias climáticas y sociales de nuestro tiempo. Mientras sus defensores predican beneficios en términos de descongestión y supuesta modernidad, el análisis de la experiencia global y las voces técnicas independientes advierten de que nos encontraremos ante otro caso de promesas incumplidas, gastos inflados y más coches en nuestras calles.

¿Realmente es el túnel el futuro que deseamos para Bilbao? Muchas personas sentimos que la respuesta es no. En pleno siglo XXI, cuando el planeta está al borde del colapso climático y la sociedad civil pide participación, sostenibilidad y cohesión, seguir apostando por infraestructuras faraónicas para el automóvil es totalmente anacrónico. La única vía que de verdad merece la pena excavar es aquella que nos lleve a una movilidad más sensata, inclusiva y respetuosa con el medio ambiente, no la que entierre la esperanza de tener ciudades menos contaminadas y más habitables.

La objeción fiscal a los gastos militares, más necesaria que nunca.

Cada primavera, cuando toca rendir cuentas a Hacienda, hay quienes no solo presentamos nuestra declaración del IRPF con rigor, sino también con conciencia. En Bizkaia, y en toda España, un grupo creciente de personas optamos por practicar la objeción fiscal a los gastos militares, una forma de desobediencia civil pacífica que cobra especial relevancia en el contexto actual, marcado por una preocupante escalada belicista a nivel global.

¿De qué se trata exactamente? La objeción fiscal consiste en desviar una parte simbólica de los impuestos —habitualmente entre 40 y 100 euros— que, en lugar de financiar el gasto militar del Estado, se destinan a proyectos sociales y de construcción de paz. Esta acción no pretende eludir impuestos, sino redirigirlos con un propósito ético. Quienes la practicamos asumimos con total transparencia esta decisión, comunicándola tanto a Hacienda como a la ciudadanía.

En Bizkaia, esta práctica tiene una larga tradición dentro de los movimientos antimilitaristas. Este año, sin embargo, hay un clima distinto. El aumento del presupuesto militar en los Presupuestos Generales del Estado, el rearme de Europa y la creciente normalización del lenguaje bélico en la política y los medios hacen que cada gesto de objeción gane peso. No se trata solo de rechazar la guerra con palabras, sino de hacerlo también con hechos, con el dinero de nuestros impuestos.

¿Y cómo se hace? El proceso es perfectamente abordable.

En la declaración de la renta, se calcula el importe simbólico que se quiere objetar —sin que ello afecte de forma significativa al resultado final— y se realiza un ingreso de ese importe a una entidad o proyecto social alternativo, como puede ser una asociación de derechos humanos, una red de ayuda mutua o un colectivo ecologista.

A continuación, en el borrador de nuestra declaración, vamos al apartado de nuevo concepto e incluimos en «sindicatos y partidos políticos» en concreto en partidos políticos, una nueva aportación equivalente a 5 veces la que hemos realizado al proyecto social de nuestra elección. De este modo, se deducirá de nuestro IRPF el 20% de esa anotación, es decir, exactamente la cantidad que hemos donado.

Además aportaremos el justificante de la donación y una carta explicando nuestros motivos. Por último, registraremos nuestra objeción en la lista del movimiento para que lo puedan contabilizar cuando se den los datos de la campaña.

Todo ello está perfectamente explicado en la web del movimiento en Euskadi, e incluso se puede pedir cita para que nos ayuden con el proceso. Si alguien quiere hacerlo y necesita una mano con los pasos, con los textos o simplemente con entender bien el procedimiento, puede escribirme sin problema. Porque hacerlo en compañía siempre es más fácil y más potente.

Cada vez que se dispara un misil, se recortan fondos para escuelas, hospitales o políticas sociales. Por eso, si compartes el rechazo a la guerra, si sientes que no puedes seguir mirando hacia otro lado mientras aumenta el gasto en armas, es el momento de actuar. No basta con indignarse en redes sociales o con comentar lo mal que va el mundo con la cuadrilla. Transformar esa indignación en una acción concreta, aunque parezca pequeña, tiene un valor enorme. La objeción fiscal es una forma directa, coherente y pacífica de decir basta. Porque lo que no se financia, no se perpetúa.

#ObjeciónFiscal #DesobedienciaCivil #Bizkaia #Paz #ImpuestosConConciencia #NoEnMiNombre #Antimilitarismo #CampañaFiscal2025

No se puede hundir un arco iris.

Han pasado décadas desde que un artefacto explosivo destrozara el casco del Rainbow Warrior en 1985 y segara la vida de nuestro compañero fotógrafo Fernando Pereira. Aquella cobarde acción, perpetrada por agentes del gobierno francés, fue un acto de terrorismo de Estado con la intención de amedrentar a Greenpeace y a toda persona dispuesta a desafiar el poder que pone en jaque la vida de nuestro planeta. Entonces, el mensaje era claro: “Callen o arderán”. Hoy, la represión viene envuelta en formas más sutiles pero igualmente letales para la libertad de expresión y la defensa del medio ambiente.

La reciente sentencia contra Greenpeace en Estados Unidos lo confirma con dolorosa nitidez. Sin explosiones ni buzos militares, ahora se recurre a juicios multimillonarios y tácticas judiciales que buscan desmantelar económicamente a la organización, desgastarla y obligarla a bajar la voz. Se pretende que este golpe siente un peligroso precedente: la posibilidad de acorralar, mediante falsos argumentos legales, a cualquiera que denuncie la devastación medioambiental y a quienes osen enfrentarse a las compañías y los intereses políticos más poderosos. Así no necesitan hundir barcos: basta con pervertir el sistema judicial para silenciar las voces críticas.

Pero esta embestida no se limita a las fronteras de un tribunal estadounidense ni al símbolo de Greenpeace. Se alimenta de un clima de persecución global contra personas defensoras del planeta y de los derechos humanos. Mientras en unas latitudes utilizan demandas y litigios enrevesados para ahogar a las organizaciones, en otras directamente apuntan con un arma y disparan a las activistas. Hoy día, denunciar prácticas destructivas puede equivaler a recibir amenazas de muerte o ser ejecutado. Casos como el asesinato de Berta Cáceres en Honduras, que luchaba contra la construcción de una represa que pondría en peligro las comunidades locales; la muerte de Isidro Baldenegro en México, líder rarámuri que defendió los bosques de la Sierra Tarahumara; o la de tantos activistas en Brasil, Colombia o Filipinas, demuestran que la represión es tan variada como brutal.

Numerosos informes de organizaciones como Global Witness revelan que cada año mueren decenas –cuando no cientos– de personas defensoras de la tierra y el medio ambiente. No siempre vemos sus nombres en titulares, pero su sangre tiñe montañas, bosques, ríos y valles de todo el mundo. A la vez, en los países “desarrollados” se diseñan nuevas estrategias judiciales para asfixiar económicamente a los movimientos ecologistas. Es la otra cara de la misma moneda: cuando no pueden utilizar la violencia física con impunidad, emplean la ley –o mejor dicho, su interpretación más perversa– para minar el activismo.

Este patrón, en el fondo, no ha cambiado: se reduce a “liquidar” la disidencia. Unas veces con explosivos y comandos clandestinos, otras con balas y amenazas directas, y ahora además con litigios interminables, sanciones millonarias e infinidad de trabas legales. Para el poder que busca seguir exprimiendo la Tierra, resulta mucho más efectivo y silencioso aplastar a las organizaciones por vía jurídica, sin generar titulares tan escandalosos como los de una bomba que revienta un barco.

Las consecuencias de esta sentencia contra Greenpeace trascienden los muelles donde hundieron el Rainbow Warrior y las oficinas donde se coordinan campañas ecologistas. Se extienden hacia cualquier mujer u hombre que haya decidido ponerse en pie frente a la contaminación, la tala indiscriminada, la sobreexplotación de recursos o las prácticas industriales irresponsables. Afecta también a las comunidades indígenas que protegen sus territorios y a las personas que, sencillamente, se niegan a mirar hacia otro lado mientras arrasan el único hogar que tenemos.

Yo, como socio y activista de Greenpeace, te lo digo con la rabia contenida de quien ya ha visto demasiados abusos: este golpe no nos hará retroceder. Nos indigna, nos duele y nos complica nuestro trabajo. Pero hemos aprendido de quienes, con valentía, dieron la vida por la protección de la naturaleza y de nuestras libertades. Jamás olvidaremos el crimen contra el Rainbow Warrior, ni olvidamos a Berta Cáceres, a Isidro Baldenegro y a tantísimas activistas anónimas que quedaron en el camino. Al igual que ellas, no renunciaremos.

El mensaje para quienes promueven esta sentencia –y para todos los que piensan que la persecución echa raíces en el miedo– es contundente: no van a lograr silenciarnos. Intentarán por todos los medios acabar con la disidencia, pero la verdad resurge con más fuerza cuando se la intenta sepultar. Por cada juicio injusto, por cada amenaza, por cada asesinato cobarde, emergen nuevas voces más potentes, más firmes y más dispuestas a tomar el relevo. Somos la memoria viva del Rainbow Warrior y de quienes cayeron en la defensa de la Tierra. Y esa memoria, encendida con coraje, no se apaga. Por mucho que se empeñen, no nos van a callar.

#Greenpeace #RainbowWarrior #JusticiaAmbiental #ActivismoBajoAtaque #DefensaDelPlaneta #DerechosHumanos #NoNosVanACallar #SolidaridadGlobal #MemoriaViva #PersecuciónAmbiental

Feminismo y Ecologismo navegando juntos-

Este 8 de marzo no es un simple recordatorio de que las mujeres existen o de que les “toca” una mención especial; es una oportunidad para levantar la voz con todas nuestras fuerzas y decir que la defensa de la vida en el planeta no puede seguir ignorando la perspectiva, la lucha y el coraje de tantas compañeras que han peleado antes que nosotros. No podemos permitirnos pasar por alto que, en plena emergencia climática, la desigualdad golpea más duro a las mujeres y a las niñas de las comunidades más vulnerables. Por eso escribo con la convicción de que solo la pasión y la acción directa pueden sacudir las conciencias y hacernos avanzar hacia un mundo más justo.

La historia de Greenpeace está plagada de nombres masculinos que, aunque hicieron aportes valiosos, nunca habrían logrado nada sin la entrega de mujeres que, desde el principio, se la jugaron el todo por el todo. En los años setenta, cuando comenzábamos como el “Don’t Make a Wave Committee” para frenar las pruebas nucleares en Amchitka, había activistas que rompían con todos los moldes. Dorothy Stowe, cofundadora de la organización, puso su fibra pacifista y su visión de justicia social al servicio de la causa. Junto a su esposo Irving, sí, pero no fue él quien lideró siempre. Dorothy estaba ahí, impulsando, debatiendo, arriesgando su pellejo en una época donde muchas creían que el rol de las mujeres debía ser más bien pasivo.

Marie Bohlen dio un golpe en la mesa de los “bienpensantes” cuando propuso navegar directamente hasta la zona de pruebas nucleares para denunciar el crimen que se estaba cometiendo contra el planeta. ¿Te imaginas el valor de esa decisión? Estamos hablando de los años setenta, de lanzarse al mar con un puñado de gente a bordo de un barco precario, intentando nada menos que detener un ensayo nuclear. Sin la tenacidad de Marie, sin su mirada audaz y sin su obstinación, esa aventura, que fue el arranque de Greenpeace, jamás habría ocurrido. Y ahí tenemos también a Dorothy Metcalfe, esa mujer que se ocupó de la logística y los detalles que nadie quería atender, pero que sin ellos no se puede salir a protestar ni a la vuelta de la esquina. Fueron su trabajo silenciado y su empeño los que posibilitaron cada acción directa. A veces nos venden la historia de que “hubo grandes hombres y sus ayudantes”, pero lo cierto es que, sin esas mujeres, Greenpeace no habría llegado ni a zarpar.

Hoy, que el mundo parece desmoronarse ante la emergencia climática y social, estas historias femeninas no son simples anécdotas. Son una inyección de rabia transformada en energía, de coraje traducido en acción. Duele ver cómo, en pleno siglo XXI, hay quienes siguen minimizando la crisis ambiental y, al mismo tiempo, invisibilizan o menosprecian el papel de las mujeres en la defensa de la Tierra. Pero esa misma rabia es el combustible que nos tiene que empujar a actuar. Desde nuestro activismo, no podemos permitirnos posturas tibias. Debemos reconocer que la devastación ambiental está ligada a la explotación de los pueblos y, de manera devastadora, a la opresión de las mujeres. Y también debemos entender que el liderazgo de las mujeres en la lucha contra el cambio climático no es un “detalle adicional”, sino la punta de lanza que puede cambiar el rumbo de este desastre.

Las experiencias de Dorothy Stowe, Marie Bohlen, Dorothy Metcalfe y tantas otras demostraron que la acción colectiva puede contra gigantes, y que el liderazgo femenino no solo es justo, sino absolutamente necesario. Nos enseñan a no quedarnos quietos, a no callar, a sacudir la modorra que nos imponen los discursos vacíos y la corrección política. Somos muchas las personas que hoy seguimos inspirándonos en esas pioneras; no necesitamos permiso ni aprobación para tomar un megáfono, subirnos a un barco o encadenarnos a una refinería. Lo que necesitamos es que cada vez más voces se unan a esta lucha que lo abarca todo: la vida, la dignidad, la igualdad y la biodiversidad. Este 8 de marzo, que no sea solo una fecha simbólica, sino el recordatorio de que sin la participación activa de las mujeres no hay futuro posible y de que no podemos permitir que la Tierra, ni las mujeres que la habitan, sigan siendo ignoradas o silenciadas.

Tener trabajo y estar excluido socialmente

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El río Esca a su paso por El Roncal

Hasta el 2008 había tres indicadores esenciales en los que apoyarnos para conocer el estado de salud de nuestra sociedad: el PIB, la tasa de paro y el IPC.

Si el PIB crecía, significaba que se generaba más riqueza en el conjunto de la sociedad, y si la tasa de paro era baja, significaba que esa riqueza llegaba a todas las capas sociales. Esto unido a una tasa de IPC moderadamente creciente, garantizaba que el endeudamiento del estado se podría ir pagando sin grandes problemas.

Hoy tenemos en nuestra sociedad, tanto a nivel europeo, estatal como en Euskadi, una situación absolutamente novedosa: tener un trabajo ya no garantiza la inclusión social, es decir, hay decenas de miles de personas que tienen trabajo y a pesar de ello no tienen garantizados los mínimos de subsistencia digna y por lo tanto están en situación de exclusión social.

La gran receta para luchar contra la exclusión social ha sido hasta ahora la creación de empleo. Una receta que ya no está funcionando por la bajísima calidad de buena parte del empleo que se crea en la actualidad: jornadas reducidas, salarios miserables, con muy baja protección social y sin estabilidad en el tiempo. Los famosos minijobs alemanes o los contratos de cero horas ingleses, son ejemplos claros de esta nueva situación.

A esto hay que añadir que los avances tecnológicos están destruyendo empleo de manera exponencial, todo lo cual nos lleva a la necesidad de un serio replanteamiento del modelo laboral actual, que para mí pasa por dos medidas muy claras:

  • Reducción radical de las jornadas laborales, en la línea de lo que se hizo cuando se instauraron las 40 horas semanales, pero ahora reduciendo a entre 20 y 30 horas: la productividad cada vez depende menos de las horas de trabajo de las personas, sino de las máquinas, por lo que repartir el «trabajo humano» será imprescindible. Desde un punto de vista económico, más tiempo libre manteniendo poder adquisitivo significa más gasto en cultura, ocio, cuidados, así como más voluntariado, formación, etc, etc.
  • Implantación de la renta básica universal que garantize un ingreso razonable a todas las personas. Sobre esto hay mucho escrito por lo que no me voy a extender

Fin de las ejecuciones de menores en Irán gracias a la presión internacional.

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Últimamente este blog parece el rincón de las causas perdidas 🙂 pero este tema me ha parecido muy revelador. Os transcribo el mail que me acaba de remitir Amnistia Internacional:

«Hola PABLO

Hoy tengo la inmensa alegría de compartir contigo otra gran noticia: ¡La Fiscalía iraní ha anunciado la suspensión de la pena de muerte para menores!

Y aunque no lo creas, tú tienes mucho que ver con esa decisión. Por eso, tengo dos cosas muy importantes que decirte: gracias y enhorabuena.

Gracias por comprender que Amnistía Internacional no sería nada sin la fuerza individual de todos y todas las que apoyáis nuestras peticiones y participáis activamente en nuestras campañas. Gracias por no mirar hacia otro lado cuando se produce una violación de los derechos humanos.

Y enhorabuena, porque imagino la gran satisfacción que te supone saber que has contribuido a este logro. Behnoud Shojaee, Mohammad Feda’i y otros jóvenes condenados a pena de muerte en Irán vivirán para contarlo gracias a la presión que entre todos hemos sido capaces de crear. ¿Puede haber una satisfacción mayor que la de salvar una vida?

Creemos que no. Por eso, tras décadas de lucha para que el mundo sea un lugar sin pena de muerte, tras la suspensión de las lapidaciones y ahora de la pena de muerte para menores, estaremos alerta para que no haya retrocesos en estas decisiones. Además, seguiremos trabajando para que el siguiente paso sea la abolición total de la pena de muerte en Irán, y no pararemos hasta acabar con las ejecuciones en todo el mundo.

Ahora piensa en lo que hemos sido capaces de hacer hasta ahora, e imagina lo que podríamos conseguir si nuestra labor estuviera respaldada y financiada por muchas más personas. ¿Te lo imaginas? Entonces, permíteme que te anime una vez más a unirte a Amnistía Internacional. Y, si puedes, hazlo ahora mismo, porque cuanto antes consigamos ser más, antes acabaremos con las injusticias. Un afectuoso saludo,

Esteban Beltrán
Director – Amnistía Internacional Sección Española»

Pues eso, que es una gran alegría recibir este tipo de correos en tu buzón y que sólo cuestan el pequeño esfuerzo de rellenar un formulario y firmar una petición.

(La foto es de Tony the Misfit)