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Un contenedor de basura desbordado.

La escena es sencilla de imaginar: una calle con mil vecinas y vecinos que comparten un único contenedor de basura. Cada bolsa que cae dentro es un viaje en coche, un vuelo, una fábrica en marcha; es decir, una tonelada de dióxido de carbono. El problema es que el contenedor está diseñado para aguantar como mucho 300 bolsas al día, porque los bosques, los suelos y los océanos —nuestros sistemas de “reciclaje” naturales— solo logran absorber aproximadamente la mitad del CO₂ que emitimos y cada año están perdiendo fuerza. Aun así, hoy lo estamos llenando con mil bolsas, más de tres veces su capacidad. El desastre se anuncia solo.

Si ya es indignante la cantidad total, espera a ver quién la genera. Una sola persona de las mil de nuestra calle imaginaria, ese 0,1% situado en el ático acristalado, tira ella sola la friolera de setenta bolsas de basura diarias en nuestro contenedor. Las nueve personas siguientes —el resto del 1%— añaden 11 bolsas al día cada una, es decir, otras cien. El 9% acomodado, en el que seguramente nos encontramos por aquí, tiramos algo más de 3 bolsas y media al día, en total unas trescientas treinta. El 40% siguiente tira un poco más de 1 bolsa al día, y el 50% más pobre de la calle, no tiene ni para generar basura y tira apenas una bolsa a la semana, y, aun así, vive pegada al contenedor desbordado. Durante el periodo 1990-2015 el 1% más rico ya emitió el doble que el 50% más pobre, y en 2025 esas élites agotaron “su” cuota anual de carbono para el 10 de enero.

Así que tenemos dos problemas: uno es que tiramos el triple de basura del que debiéramos y otro es que tenemos a 1 persona que tira 70 bolsas de basura al día mientras otras 500 solo tiran una bolsa a la semana.

Frente a esta obscena desproporción, la ciencia climática plantea dos llaves maestras: reducir el volumen total de bolsas y repartirlas con justicia. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) calcula que, para no rebasar 1,5 °C, las emisiones mundiales deben caer cerca de un 70 % y alcanzar la neutralidad en torno a 2050. Trasladado a nuestra metáfora, habría que pasar de mil a trescientas bolsas diarias.

¿Cómo repartir ese recorte? La lógica es tan contundente como el problema: quien más bolsas tira y más recursos posee reduce primero. Al 0,1 % le toca bajar de setenta a dos bolsas; al resto del 1 %, de cien a ocho; al 9 % acomodado, de trescientas treinta a cuarenta. La clase media mundial debería reducir sus depósitos a la mitad-dos tercios. Y la mitad con menos ingresos, la que hoy apenas contamina, podría incluso aumentar algo sus bolsas para cubrir necesidades básicas de energía, transporte o alimentación digna. Así no solo liberamos espacio en el contenedor, sino que garantizamos que nadie quede sin luz ni calefacción mientras la azotea sigue iluminada como un árbol de Navidad.

El camino que la élite pretende vendernos es radicalmente distinto. Consiste en seguir llenando el contenedor y fiarlo todo a compensaciones, tecnologías milagro y un “crecimiento verde” que, de momento, jamás ha evitado que las emisiones sigan batiendo récords. Aviones un 20 % más eficientes terminan abarrotando aún más aeropuertos; plantar árboles mientras abrimos nuevas minas de carbón es como regar el jardín mientras se incendia la casa. Peor aún: los lujos “verdes” de alto poder adquisitivo absorben inversiones y materias primas que se necesitan para democratizar la energía limpia, retrasando la transición para la mayoría.

Frente a ese callejón sin salida, existe un sendero viable y emancipador. Pasa por prohibir o gravar de forma prohibitiva los juguetes de carbono extremo —jets privados, megayates, vehículos de tres toneladas—, implantar un impuesto progresivo al carbono personal que haga impagable un atracón de vuelos intercontinentales, cortar la financiación a nuevos proyectos fósiles y redirigir masivamente el dinero hacia renovables y transporte público. Lo recaudado debe destinarse a garantizar que los barrios sin recursos accedan a electricidad solar, cocinas limpias y líneas de autobús eléctrico; solo así la mitad pobre de la calle podrá vivir mejor sin que el cubo vuelva a rebosar.

La alternativa es dejar que un puñado de mansiones siga descargando furgonetas de basura cada noche mientras piden a la vecindad que recicle mejor sus mondas de fruta. Pero la física es innegociable: o vaciamos desde arriba y reducimos el total, o el contenedor seguirá explotando delante de todas. El reloj climático corre y cada bolsa que añadimos hoy será un metro cúbico de aire tóxico mañana. No se trata de sacrificios individuales frívolos, sino de exigir que quienes más ensucian asuman, por fin, el coste real de su derroche. Porque en esta calle sin salida de emergencia respiramos todas las personas, y la justicia —climática y social— es la única puerta que nos queda abierta.

Creando una pequeña huerta ecológica urbana desde cero.

El año pasado decidí dar un pequeño pero significativo paso hacia un estilo de vida más sostenible y consciente: montar una pequeña huerta ecológica urbana. Mi experiencia previa en jardinería era prácticamente nula, pero las ganas y la motivación sobraban. Todo comenzó con una conversación informal durante una agradable tarde de sobremesa en Itxas Argia. Entre risas y bromas, surgió la idea de crear una huerta casera en el jardín de mis queridos amigos Estela e Iñaki. Sin su generosidad, esta aventura nunca habría podido comenzar, así que aprovecho para expresarles nuevamente mi profunda gratitud.

Enseguida me puse manos a la obra, consciente de que el primer paso era adquirir los conocimientos necesarios para hacer realidad este proyecto. Me hice con dos libros fundamentales que se convirtieron en mis guías esenciales durante esta aventura: «Vente al huerto», de La Huertina de Toni, y «Manual Práctico del Huerto Ecológico», de Mariano Bueno. Estos libros ofrecen consejos prácticos, explicaciones claras y recomendaciones útiles para personas sin experiencia previa, como yo. Además, tuve la suerte de contar con valiosos consejos familiares y la colaboración constante de mi familia y mi cuadrilla.

Una de las primeras tareas fue elegir el lugar idóneo en el jardín. Con Estela identificamos dos zonas óptimas, que posteriormente se transformarían en dos bancales grandes de aproximadamente tres metros por dos metros cada uno. La tarea de comprar los materiales, como maderas y herramientas, resultó más complicada de lo previsto inicialmente, especialmente cuando las tablas no cupieron en mi coche. Gracias a María, que me prestó el suyo, y a Luis, que vino a echarme una mano, pudimos resolver ese primer obstáculo.

El montaje de los bancales fue una aventura en sí misma. Una herramienta básica como el taladro se quemó justo cuando íbamos por la mitad del trabajo, obligándonos a posponer la tarea y buscar alternativas. Esta experiencia me enseñó que en jardinería, como en la vida, la paciencia y la adaptabilidad son fundamentales. Finalmente, con perseverancia, logramos montar ambos bancales y los llenamos con compost y tierra. Aquí nuevamente Luis fue clave, aportando no solo su ayuda física y su entusiasmo contagioso, sino también un centenar de sacos de tierra y compost.

Después de preparar el terreno y aplicar estiércol de caballo, llegó el emocionante momento de plantar. Optamos por una variedad considerable de cultivos: calabacines, tomates, lechugas, fresas, brócolis, cebollas y pimientos. Al principio, admito que cometimos algunos errores, como hacer los bancales demasiado anchos, dificultando el acceso a las plantas del centro. No obstante, estos errores resultaron valiosos aprendizajes que aplicaríamos en futuras temporadas.

Durante los primeros meses, observábamos con fascinación cómo nuestras plantas iban creciendo. El cuidado diario implicaba tareas como regar, podar, abonar y vigilar atentamente cualquier señal de plagas o enfermedades. Un desafío importante llegó con los mirlos, que rápidamente encontraron en nuestro huerto un buffet irresistible. Intentamos disuadirlos inicialmente colgando CDs brillantes, pero finalmente tuvimos que instalar una malla protectora. Otro reto inesperado fue la aparición de la polilla Tuta Absoluta, que atacó nuestros tomates. Tras investigar, colocamos una trampa de feromonas, que afortunadamente resultó efectiva para controlar esta plaga, aunque nos dañó casi el 80% de la cosecha.

Ver crecer nuestra propia comida fue verdaderamente emocionante, y cada cosecha representaba un logro personal y colectivo. La abundancia de la producción nos sorprendió gratamente: recogimos casi 600 pimientos riquísimos, más de 60 tomates, alrededor de 40 calabacines y muchas decenas de lechugas, entre otros productos frescos y deliciosos. Compartir estos alimentos con amigos y familiares no solo generó alegría, sino también fortaleció nuestras relaciones personales.

Tener una huerta urbana me ha traído numerosos beneficios personales más allá de la alimentación saludable. Fue una terapia natural contra el estrés, brindando momentos diarios de calma y reflexión al aire libre. Además, contribuyó a incrementar mi actividad física regular y a mejorar notablemente mi estado de ánimo general. La huerta se convirtió también en un lugar perfecto para aprender sobre sostenibilidad, responsabilidad y la importancia del cuidado ambiental, ganando en conciencia ecológica y respeto por la naturaleza.

Actualmente, estoy preparando todo para esta nueva temporada con más entusiasmo y, sobre todo, con la confianza que da haber adquirido experiencia. Cada error cometido el año anterior ha sido una oportunidad invaluable para aprender y mejorar. Este año tenemos previstas algunas mejoras en el diseño y manejo de los bancales, la selección de variedades de plantas más resistentes a plagas, y la aplicación más regular y precisa de tratamientos preventivos naturales.

Desde mi experiencia personal, quiero animar a todas las personas que lean este artículo a aventurarse en la creación de una huerta urbana propia, por pequeña que sea. No importa si no tienen conocimientos previos; yo tampoco los tenía. Basta con tener curiosidad, paciencia y ganas de aprender. Cultivar una pequeña parcela no solo contribuye a reducir nuestra huella ecológica, sino que además mejora nuestra calidad de vida en muchos aspectos: salud física y mental, satisfacción personal, vínculos familiares y sociales, y una mayor conexión con el entorno natural que nos rodea.

En definitiva, mi pequeña huerta ecológica urbana ha sido una fuente inagotable de aprendizajes y satisfacciones. Os aseguro que una vez que probéis el placer de cultivar vuestros propios alimentos, no querréis dejarlo. ¡Animaos a dar ese primer paso hacia una vida más verde y consciente!

#HuertoUrbano #VidaSostenible #CultivoEcológico #JardineríaUrbana #Sostenibilidad #AprendizajeVerde #EcologíaDoméstica

Un túnel hacia el pasado.

Quienes se hayan movido por la zona de la ría del Nervión, en Bizkaia, habrán notado que a menudo el tráfico por el puente de Rontegi y los accesos a Bilbao es denso, casi asfixiante. Ante la saturación, la Diputación Foral de Bizkaia ha planteado la construcción de un túnel subfluvial, una infraestructura de más de 400 millones de euros que atravesaría la ría para enlazar ambas márgenes. ¿La finalidad? Teóricamente, aligerar el puente de Rontegi y “mejorar la movilidad”. Sin embargo, el proyecto está cosechando fortísimas críticas que muestran graves riesgos ambientales, sociales y económicos, sin aportar soluciones reales a la congestión. ¿Merece la pena invertir semejante dineral para encaminar Bilbao y su ría, literalmente, hacia más tráfico?

Un proyecto gestado sin transparencia ni participación real

Lo primero que hay que señalar, como hacen las plataformas ciudadanas opuestas, como Subflubiala EZ!, es la falta de participación en todo este proceso. La idea de un túnel carretero bajo la ría no es nueva: se planteó hace años y se descartó por costosa y compleja. Ahora, el gobierno foral la ha desempolvado y la ha presentado como algo cerrado, sin un debate público ni evaluaciones comparativas con posibles alternativas. Se han recibido alegaciones, sí, pero la decisión política ya estaba tomada y la Diputación, lejos de fomentar el diálogo, va sellando los documentos formales de manera implacable.

En un momento en que se promueve la participación ciudadana y la planificación transparente, este procedimiento despierta indignación. ¿Por qué tal prisa en una inversión tan enorme si hoy día existen soluciones más eficientes, menos contaminantes y más económicas para mejorar la movilidad? ¿Por qué no optar por medidas más audaces en materia de transporte público?

Impacto ambiental contradictorio con la lucha contra el cambio climático

El segundo eje de las críticas es el aumento en emisiones de CO₂ y en contaminación atmosférica que traería el túnel. Aunque sus promotores argumentan que podría reducirse el recorrido de muchos coches y, por tanto, bajar las emisiones, la realidad (y la experiencia en otras infraestructuras similares) indica claramente que construir más vías para el coche genera siempre un “efecto llamada”: más conductores se animan a usar el vehículo privado, y al final, la supuesta disminución de atascos acaba esfumándose.

Este incremento en la circulación se traduce en más gases de efecto invernadero y polución. Justo cuando Euskadi y el mundo han declarado la emergencia climática, se comete la incoherencia de levantar una infraestructura que refuerza el uso del coche. Dado que el transporte es el responsable de un tercio de las emisiones de CO₂, apostar por el vehículo privado va en dirección contraria a la sostenibilidad. Para colmo, se modificarían zonas naturales de la ribera y se afectaría un parque urbano, lo que acentúa el rechazo de la ciudadanía.

Un gasto desproporcionado de 400 millones (y subiendo)

Uno de los argumentos más contundentes contra el proyecto es el enorme coste público, que oscila entre los 450 millones y los 600 millones de euros, según se vayan concretando los detalles y ajustando los precios de la construcción. Para poner esto en perspectiva: en 2023, mantener el descuento del 50% en el transporte público en Bizkaia tuvo un coste aproximado de 11 millones de euros. Con esos 450-600 millones que se pretende destinar al túnel, se podrían sostener entre 40 y 60 años de descuentos en el transporte colectivo, beneficiando así a la gran mayoría de la población, especialmente a quienes menos recursos tienen.

Por tanto, resulta inevitable preguntarse: ¿de verdad nos conviene gastar tal cantidad de dinero en una autopista subterránea para coches? ¿No sería más justo y eficiente inyectar esa inversión en un transporte público de excelencia, que reduzca el uso del automóvil y, por tanto, la contaminación y la congestión?

En Bizkaia, además, pende la sombra de la Supersur que comenzó con un presupuesto cercano a 450 millones de euros y terminó costando más de 1.100 millones, más del doble de lo previsto. Todo ello para una infraestructura que, a día de hoy, está cláramente infrautilizada y que no ha solucionado en modo alguno los atascos de la A-8. ¿Por qué creer que esta vez será diferente? El túnel subfluvial esetá encaminado a emular el mismo patrón, con revisiones al alza y un uso final muy inferior a las expectativas.

La lógica de “construir primero y luego ver cómo fluye el tráfico” ya fracasó con la Supersur. Aun así, la Diputación insiste en que no hay otra opción.

Efectos sociales y barreras urbanas

Esta obra afectaría directamente a barrios densamente habitados. El área de Artaza, en Leioa, alberga un instituto cuyas y cuyos estudiantes pueden sufrir ruidos y polución inasumibles durante los años de obras. El parque de Artaza, pulmón verde de la zona, se vería seriamente mermado. En la Margen Izquierda, la salida del túnel implicaría más tráfico y ruido en áreas residenciales de Sestao, ya castigadas históricamente por la polución industrial. En vez de “coser” barrios y fomentar la cercanía, se abriría otra vía rápida que fractura el espacio, resta calidad de vida a la población local y merma espacios de encuentro ciudadano.

Además, este proyecto perpetúa un modelo en el que el coche —esencialmente un privilegio de las personas con mayor poder adquisitivo— sigue siendo la base del transporte. Las personas con menores recursos o quienes no conducen se verán obligadas a respirar el aire sucio sin beneficiarse de la autopista subterránea. Mientras, ¿qué pasa con el transporte público? Se anuncia un hipotético ramal de metro en paralelo, pero sin más detalles y con escasas garantías. Esta supuesta “multimodalidad” es un mero lavado de cara que no cambia la esencia de la obra: una gran infraestructura para coches.

Falacia de la descongestión permanente

Quienes defienden el proyecto insisten en que el puente de Rontegi está saturado y que el túnel ofrecerá un paso alternativo que ahorrará atascos. En primer lugar, gran parte de la congestión que sufre Rontegi se produce en horas punta, cuando las y los trabajadores de ambas márgenes acuden a Bilbao. El túnel solo significará la posibilidad de elegir entre el atasco de una margen o el de la otra, pero no implica ninguna ruta adicional. Además, la experiencia indica que a medio y largo plazo no hará sino invitar a más coches a la carretera, generando de nuevo colapso en las nuevas infraestructuras. La paradoja de construir más carriles para paliar un problema que precisamente se alimenta del uso excesivo del automóvil se ha documentado en infinidad de estudios.

Por otro lado, conviene preguntarse si otros remedios —en especial un transporte público barato y frecuente— no resultarían más efectivos y muchísimo más económicos. Desdoblar infraestructuras es una jugada típica del siglo pasado, cuando se creía que el crecimiento económico y la prosperidad se medían en kilómetros de autopista.

Sostenibilidad y competitividad del territorio: un espejismo

Otra defensa pro-túnel apunta al supuesto impulso económico que recibiría la zona. Sin embargo, cada vez más ciudades europeas están optado por retirar vías urbanas y dedicar mayores esfuerzos a revitalizar espacios públicos, fomentar la bicicleta y el transporte público, y crear zonas de bajas emisiones. ¿El resultado? Centros urbanos más atractivos, vida comercial más vibrante y ciudadanos con mejor calidad de vida.

Bilbao corre el riesgo de retroceder si entierra decenas de millones en un paso subfluvial que perpetúe la tiranía del coche. La creación de empleo en la obra podría lograrse igualmente invirtiendo esos fondos en renovables, rehabilitación energética de edificios o ampliación de infraestructuras de transporte colectivo. ¿No sería más sensato apostar por un futuro alineado con la crisis climática y la demanda social de nuevas formas de movilidad?

Respuesta social: “No al subfluvial”

Las plataformas y colectivos contrarios —vecinales, ecologistas y estudiantiles— recalcan que no es un simple “no a todo”. Proponen una visión de futuro con menos coches, menos contaminación y más calidad de vida: transporte público mejor financiado, carriles bici bien conectados, medidas de pacificación del tráfico y planes de movilidad integral que reduzcan la dependencia del vehículo privado.

Insisten en la urgencia de repensar la planificación metropolitana para no colocar una autopista subterránea que condena a la ciudadanía a más emisiones, más gasto público y más ruinas urbanas en el futuro. Frente a argumentos forales sobre la necesidad de dar una salida “resiliente” al puente de Rontegi, voces expertas señalan que la verdadera resiliencia vendría de un cambio de modelo de movilidad, no de duplicar la red vial existente.

Invertir en soluciones verdaderamente sostenibles

El túnel subfluvial bajo la ría de Bilbao, con un coste astronómico y un horizonte de varios años de obras, ejemplifica el conflicto entre un modelo obsoleto y otro más coherente con las urgencias climáticas y sociales de nuestro tiempo. Mientras sus defensores predican beneficios en términos de descongestión y supuesta modernidad, el análisis de la experiencia global y las voces técnicas independientes advierten de que nos encontraremos ante otro caso de promesas incumplidas, gastos inflados y más coches en nuestras calles.

¿Realmente es el túnel el futuro que deseamos para Bilbao? Muchas personas sentimos que la respuesta es no. En pleno siglo XXI, cuando el planeta está al borde del colapso climático y la sociedad civil pide participación, sostenibilidad y cohesión, seguir apostando por infraestructuras faraónicas para el automóvil es totalmente anacrónico. La única vía que de verdad merece la pena excavar es aquella que nos lleve a una movilidad más sensata, inclusiva y respetuosa con el medio ambiente, no la que entierre la esperanza de tener ciudades menos contaminadas y más habitables.

Mentiras y verdades sobre la ampliación del Guggenheim en Urdaibai. (O cómo se vende como sostenible la destrucción de una Reserva de la Biosfera).

Por Lorea Flores, coordinadora de Greenpeace en Euskadi, y Pablo Aretxabala, voluntario de Greenpeace en Euskadi. Este artículo fue publicado originalmente en el medio digital 20 Minutos.

¿Por qué es tan difícil proteger la biodiversidad y tan fácil amenazarla? Esta pregunta vuelve a plantearse ante el proyecto de construir una nueva sede del Museo Guggenheim en pleno corazón de la Reserva de la Biosfera de Urdaibai, un espacio natural legalmente protegido.

Los argumentos en contra de este proyecto son tan abrumadores y evidentes que parece increíble tener que explicarlos repetidamente, pero, una vez más, resulta necesario recordar algunas obviedades, y también algunas cuestiones de las que no se habla tanto, pero que son igualmente relevantes.

En primer lugar, el argumento más obvio y que debería bastar para descartar completamente el proyecto es que Urdaibai no es un lugar cualquiera: es la única Reserva de la Biosfera de Euskadi y atesora una biodiversidad excepcional. Sus marismas y bosques son refugio de numerosas especies protegidas, incluidas aves migratorias, y por su alto valor ecológico acumula varias figuras de protección ambiental a nivel autonómico, estatal e internacional. Sin embargo, paradójicamente, es en este enclave de máxima protección donde se pretende levantar un macroproyecto museístico. Por mucho que se quiera vestir de sostenible, el impacto ecológico sería inevitable: la construcción y la afluencia masiva de visitantes amenazarían el equilibrio de unos ecosistemas ya frágiles, con claras afectaciones a la flora y fauna locales y a la calidad del agua de la ría.

¿Por qué un museo de esta envergadura tiene que ubicarse precisamente en el enclave más especial y único del 24% del territorio vasco que goza de protección estricta, cuando existe un 76% del territorio sin esas figuras de protección? Si el objetivo es ampliar la oferta cultural de Euskadi, sobran localizaciones alternativas de mucha menor sensibilidad ambiental.

En segundo lugar, hay que destacar que la mera posibilidad de ubicar el Guggenheim en este entorno existe sorteando o reinterpretando normativas ambientales concebidas para proteger la franja costera. Un ejemplo claro es la Ley de Costas, diseñada para impedir edificaciones en la franja litoral y zonas inundables. Para hacer hueco al museo, las autoridades han moldeado esta ley a su favor, generando un preocupante precedente: ¿de qué sirven las leyes de protección territorial si pueden flexibilizarse cuando un proyecto de este tipo quiere instalarse? Este manejo laxo de la normativa pone en cuestión la seriedad con la que se tratan nuestras áreas protegidas.

En tercer lugar, los defensores del proyecto argumentan que la llegada del museo traerá consigo la recuperación ambiental de la zona. Se promete descontaminar los suelos industriales del antiguo astillero de Murueta, limpiar acuíferos y renaturalizar áreas invadidas por especies exóticas. Estas acciones suenan loables, pero es importante subrayar que no son ningún regalo del museo, sino requisitos imprescindibles sin los cuales el museo ni siquiera podría construirse. En otras palabras, están intentando vestir de “beneficio” lo que en realidad es una condición imprescindible: sin la previa restauración ambiental, el proyecto no sería viable porque actualmente los terrenos están contaminados y son inapropiados para edificar. Resulta descorazonador que hayan tenido que vincular estas mejoras ambientales a un museo para que las instituciones se planteen acometerlas, cuando deberían haberse emprendido hace años por responsabilidad con la Reserva.

La regeneración ambiental y las obras necesarias para el Guggenheim de Urdaibai se sufragarán mayoritariamente con dinero público: ya hay comprometidos unos 80 millones de euros, aportados a partes iguales por el Estado y las instituciones vascas, para las labores de descontaminación y adecuación del sitio. Este uso de fondos públicos suscita preguntas: ¿es justificable invertir tal cantidad para fomentar un proyecto privado en lugar de destinarla a la conservación de la zona y al bienestar de sus habitantes? Además, muchos de los trabajos de descontaminación deberían ser responsabilidad del astillero que contaminó el entorno, no del contribuyente. 

En cuarto lugar, se utiliza el argumento del «éxito» del Guggenheim original, que se considera el emblema de la transformación de un Bilbao industrial y decadente, pero replicar esa “fórmula Guggenheim” en Urdaibai es un error de bulto. Aquí no estamos hablando de un paisaje urbano degradado que necesite revitalización, sino de un espacio natural de alto valor que ya sufre una gran presión por el turismo y que lo que requiere es la mayor conservación posible. 

Un museo de arte contemporáneo enclavado en la ría no responde a ninguna necesidad cultural local apremiante, sino a una mera estrategia económica de atraer aún más visitantes. Esto agravaría la turistificación de la comarca, con efectos adversos sobre el coste de la vida, la presión sobre los servicios básicos y la tranquilidad de la población local. En términos ambientales, un mayor flujo turístico implicaría más tránsito, más emisiones y más alteraciones en un entorno que debería permanecer lo más intacto posible. El desarrollo sostenible de Urdaibai pasa por potenciar la conservación y en todo caso por un turismo responsable de muy pequeña escala, no por proyectos masivos que multiplican la afluencia y el consumo de recursos.

Por último, la elección de la ribera de la ría para emplazar el museo no sólo es problemática por su impacto ecológico, sino también por el riesgo físico: la zona propuesta es inundable, y ya estamos viendo con demasiada frecuencia las consecuencias de edificar en este tipo de zonas. Con el cambio climático, el nivel del mar seguirá subiendo y los temporales serán más intensos, por lo que construir hoy un museo en primera línea de costa, expuesto a inundaciones en las próximas décadas, resulta una decisión miope; significaría invertir más dinero público en defensas contra el agua y futuras reparaciones. En plena emergencia climática, las Administraciones deberían extremar la prudencia y evitar ubicar nuevas infraestructuras críticas en zonas de riesgo previsible.

En definitiva, la propia Administración incurre en una seria contradicción con sus compromisos ambientales. Por un lado, se proclama la defensa de la biodiversidad y la lucha contra la crisis ecológica, mientras, por otro, se impulsa una infraestructura de fuerte impacto en una zona que debería ser un estandarte de la conservación, minando así la credibilidad institucional. Urdaibai debería ser un símbolo de equilibrio entre el ser humano y la naturaleza, no el escenario de una nueva y clamorosa victoria del desarrollo mal entendido, maquillado de sostenibilidad.

En realidad, el problema es que el Guggenheim de Urdaibai plantea un dilema de fondo: ¿qué modelo de progreso queremos seguir? Los argumentos en contra de este proyecto invitan a reflexionar sobre nuestras prioridades. ¿Estará la nueva directora del Museo Guggenheim abierta a esta reflexión para reconsiderar este despropósito y ayudar a cambiar el rumbo?

Para Greenpeace, este proyecto es anticuado y depredador de la naturaleza. Sin naturaleza no hay cultura ni arte, porque, sin ecosistemas sanos, la propia supervivencia humana está en riesgo. Cultura y naturaleza, lejos de enfrentarse, sólo pueden ir de la mano.

No se puede hundir un arco iris.

Han pasado décadas desde que un artefacto explosivo destrozara el casco del Rainbow Warrior en 1985 y segara la vida de nuestro compañero fotógrafo Fernando Pereira. Aquella cobarde acción, perpetrada por agentes del gobierno francés, fue un acto de terrorismo de Estado con la intención de amedrentar a Greenpeace y a toda persona dispuesta a desafiar el poder que pone en jaque la vida de nuestro planeta. Entonces, el mensaje era claro: “Callen o arderán”. Hoy, la represión viene envuelta en formas más sutiles pero igualmente letales para la libertad de expresión y la defensa del medio ambiente.

La reciente sentencia contra Greenpeace en Estados Unidos lo confirma con dolorosa nitidez. Sin explosiones ni buzos militares, ahora se recurre a juicios multimillonarios y tácticas judiciales que buscan desmantelar económicamente a la organización, desgastarla y obligarla a bajar la voz. Se pretende que este golpe siente un peligroso precedente: la posibilidad de acorralar, mediante falsos argumentos legales, a cualquiera que denuncie la devastación medioambiental y a quienes osen enfrentarse a las compañías y los intereses políticos más poderosos. Así no necesitan hundir barcos: basta con pervertir el sistema judicial para silenciar las voces críticas.

Pero esta embestida no se limita a las fronteras de un tribunal estadounidense ni al símbolo de Greenpeace. Se alimenta de un clima de persecución global contra personas defensoras del planeta y de los derechos humanos. Mientras en unas latitudes utilizan demandas y litigios enrevesados para ahogar a las organizaciones, en otras directamente apuntan con un arma y disparan a las activistas. Hoy día, denunciar prácticas destructivas puede equivaler a recibir amenazas de muerte o ser ejecutado. Casos como el asesinato de Berta Cáceres en Honduras, que luchaba contra la construcción de una represa que pondría en peligro las comunidades locales; la muerte de Isidro Baldenegro en México, líder rarámuri que defendió los bosques de la Sierra Tarahumara; o la de tantos activistas en Brasil, Colombia o Filipinas, demuestran que la represión es tan variada como brutal.

Numerosos informes de organizaciones como Global Witness revelan que cada año mueren decenas –cuando no cientos– de personas defensoras de la tierra y el medio ambiente. No siempre vemos sus nombres en titulares, pero su sangre tiñe montañas, bosques, ríos y valles de todo el mundo. A la vez, en los países “desarrollados” se diseñan nuevas estrategias judiciales para asfixiar económicamente a los movimientos ecologistas. Es la otra cara de la misma moneda: cuando no pueden utilizar la violencia física con impunidad, emplean la ley –o mejor dicho, su interpretación más perversa– para minar el activismo.

Este patrón, en el fondo, no ha cambiado: se reduce a “liquidar” la disidencia. Unas veces con explosivos y comandos clandestinos, otras con balas y amenazas directas, y ahora además con litigios interminables, sanciones millonarias e infinidad de trabas legales. Para el poder que busca seguir exprimiendo la Tierra, resulta mucho más efectivo y silencioso aplastar a las organizaciones por vía jurídica, sin generar titulares tan escandalosos como los de una bomba que revienta un barco.

Las consecuencias de esta sentencia contra Greenpeace trascienden los muelles donde hundieron el Rainbow Warrior y las oficinas donde se coordinan campañas ecologistas. Se extienden hacia cualquier mujer u hombre que haya decidido ponerse en pie frente a la contaminación, la tala indiscriminada, la sobreexplotación de recursos o las prácticas industriales irresponsables. Afecta también a las comunidades indígenas que protegen sus territorios y a las personas que, sencillamente, se niegan a mirar hacia otro lado mientras arrasan el único hogar que tenemos.

Yo, como socio y activista de Greenpeace, te lo digo con la rabia contenida de quien ya ha visto demasiados abusos: este golpe no nos hará retroceder. Nos indigna, nos duele y nos complica nuestro trabajo. Pero hemos aprendido de quienes, con valentía, dieron la vida por la protección de la naturaleza y de nuestras libertades. Jamás olvidaremos el crimen contra el Rainbow Warrior, ni olvidamos a Berta Cáceres, a Isidro Baldenegro y a tantísimas activistas anónimas que quedaron en el camino. Al igual que ellas, no renunciaremos.

El mensaje para quienes promueven esta sentencia –y para todos los que piensan que la persecución echa raíces en el miedo– es contundente: no van a lograr silenciarnos. Intentarán por todos los medios acabar con la disidencia, pero la verdad resurge con más fuerza cuando se la intenta sepultar. Por cada juicio injusto, por cada amenaza, por cada asesinato cobarde, emergen nuevas voces más potentes, más firmes y más dispuestas a tomar el relevo. Somos la memoria viva del Rainbow Warrior y de quienes cayeron en la defensa de la Tierra. Y esa memoria, encendida con coraje, no se apaga. Por mucho que se empeñen, no nos van a callar.

#Greenpeace #RainbowWarrior #JusticiaAmbiental #ActivismoBajoAtaque #DefensaDelPlaneta #DerechosHumanos #NoNosVanACallar #SolidaridadGlobal #MemoriaViva #PersecuciónAmbiental

Feminismo y Ecologismo navegando juntos-

Este 8 de marzo no es un simple recordatorio de que las mujeres existen o de que les “toca” una mención especial; es una oportunidad para levantar la voz con todas nuestras fuerzas y decir que la defensa de la vida en el planeta no puede seguir ignorando la perspectiva, la lucha y el coraje de tantas compañeras que han peleado antes que nosotros. No podemos permitirnos pasar por alto que, en plena emergencia climática, la desigualdad golpea más duro a las mujeres y a las niñas de las comunidades más vulnerables. Por eso escribo con la convicción de que solo la pasión y la acción directa pueden sacudir las conciencias y hacernos avanzar hacia un mundo más justo.

La historia de Greenpeace está plagada de nombres masculinos que, aunque hicieron aportes valiosos, nunca habrían logrado nada sin la entrega de mujeres que, desde el principio, se la jugaron el todo por el todo. En los años setenta, cuando comenzábamos como el “Don’t Make a Wave Committee” para frenar las pruebas nucleares en Amchitka, había activistas que rompían con todos los moldes. Dorothy Stowe, cofundadora de la organización, puso su fibra pacifista y su visión de justicia social al servicio de la causa. Junto a su esposo Irving, sí, pero no fue él quien lideró siempre. Dorothy estaba ahí, impulsando, debatiendo, arriesgando su pellejo en una época donde muchas creían que el rol de las mujeres debía ser más bien pasivo.

Marie Bohlen dio un golpe en la mesa de los “bienpensantes” cuando propuso navegar directamente hasta la zona de pruebas nucleares para denunciar el crimen que se estaba cometiendo contra el planeta. ¿Te imaginas el valor de esa decisión? Estamos hablando de los años setenta, de lanzarse al mar con un puñado de gente a bordo de un barco precario, intentando nada menos que detener un ensayo nuclear. Sin la tenacidad de Marie, sin su mirada audaz y sin su obstinación, esa aventura, que fue el arranque de Greenpeace, jamás habría ocurrido. Y ahí tenemos también a Dorothy Metcalfe, esa mujer que se ocupó de la logística y los detalles que nadie quería atender, pero que sin ellos no se puede salir a protestar ni a la vuelta de la esquina. Fueron su trabajo silenciado y su empeño los que posibilitaron cada acción directa. A veces nos venden la historia de que “hubo grandes hombres y sus ayudantes”, pero lo cierto es que, sin esas mujeres, Greenpeace no habría llegado ni a zarpar.

Hoy, que el mundo parece desmoronarse ante la emergencia climática y social, estas historias femeninas no son simples anécdotas. Son una inyección de rabia transformada en energía, de coraje traducido en acción. Duele ver cómo, en pleno siglo XXI, hay quienes siguen minimizando la crisis ambiental y, al mismo tiempo, invisibilizan o menosprecian el papel de las mujeres en la defensa de la Tierra. Pero esa misma rabia es el combustible que nos tiene que empujar a actuar. Desde nuestro activismo, no podemos permitirnos posturas tibias. Debemos reconocer que la devastación ambiental está ligada a la explotación de los pueblos y, de manera devastadora, a la opresión de las mujeres. Y también debemos entender que el liderazgo de las mujeres en la lucha contra el cambio climático no es un “detalle adicional”, sino la punta de lanza que puede cambiar el rumbo de este desastre.

Las experiencias de Dorothy Stowe, Marie Bohlen, Dorothy Metcalfe y tantas otras demostraron que la acción colectiva puede contra gigantes, y que el liderazgo femenino no solo es justo, sino absolutamente necesario. Nos enseñan a no quedarnos quietos, a no callar, a sacudir la modorra que nos imponen los discursos vacíos y la corrección política. Somos muchas las personas que hoy seguimos inspirándonos en esas pioneras; no necesitamos permiso ni aprobación para tomar un megáfono, subirnos a un barco o encadenarnos a una refinería. Lo que necesitamos es que cada vez más voces se unan a esta lucha que lo abarca todo: la vida, la dignidad, la igualdad y la biodiversidad. Este 8 de marzo, que no sea solo una fecha simbólica, sino el recordatorio de que sin la participación activa de las mujeres no hay futuro posible y de que no podemos permitir que la Tierra, ni las mujeres que la habitan, sigan siendo ignoradas o silenciadas.

Tener trabajo y estar excluido socialmente

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El río Esca a su paso por El Roncal

Hasta el 2008 había tres indicadores esenciales en los que apoyarnos para conocer el estado de salud de nuestra sociedad: el PIB, la tasa de paro y el IPC.

Si el PIB crecía, significaba que se generaba más riqueza en el conjunto de la sociedad, y si la tasa de paro era baja, significaba que esa riqueza llegaba a todas las capas sociales. Esto unido a una tasa de IPC moderadamente creciente, garantizaba que el endeudamiento del estado se podría ir pagando sin grandes problemas.

Hoy tenemos en nuestra sociedad, tanto a nivel europeo, estatal como en Euskadi, una situación absolutamente novedosa: tener un trabajo ya no garantiza la inclusión social, es decir, hay decenas de miles de personas que tienen trabajo y a pesar de ello no tienen garantizados los mínimos de subsistencia digna y por lo tanto están en situación de exclusión social.

La gran receta para luchar contra la exclusión social ha sido hasta ahora la creación de empleo. Una receta que ya no está funcionando por la bajísima calidad de buena parte del empleo que se crea en la actualidad: jornadas reducidas, salarios miserables, con muy baja protección social y sin estabilidad en el tiempo. Los famosos minijobs alemanes o los contratos de cero horas ingleses, son ejemplos claros de esta nueva situación.

A esto hay que añadir que los avances tecnológicos están destruyendo empleo de manera exponencial, todo lo cual nos lleva a la necesidad de un serio replanteamiento del modelo laboral actual, que para mí pasa por dos medidas muy claras:

  • Reducción radical de las jornadas laborales, en la línea de lo que se hizo cuando se instauraron las 40 horas semanales, pero ahora reduciendo a entre 20 y 30 horas: la productividad cada vez depende menos de las horas de trabajo de las personas, sino de las máquinas, por lo que repartir el «trabajo humano» será imprescindible. Desde un punto de vista económico, más tiempo libre manteniendo poder adquisitivo significa más gasto en cultura, ocio, cuidados, así como más voluntariado, formación, etc, etc.
  • Implantación de la renta básica universal que garantize un ingreso razonable a todas las personas. Sobre esto hay mucho escrito por lo que no me voy a extender

10 motivos para ser antinuclear

1. La energía nuclear es muy peligrosa

La tragedia de Chernóbil ha demostrado la capacidad de dañar y generar catástrofes de esta fuente de energía.

2. La energía nuclear es la más sucia

Las centrales nucleares generan residuos radiactivos cuya peligrosidad permanece durante decenas de miles de años y cuya gestión, tratamiento y/o eliminación son cuestiones aún no resueltas.

3. La energía nuclear es la que menos empleo genera

Por unidad de energía producida. Menos que cualquier energía renovable. Según datos de Comisiones Obreras publicados en un informe de febrero de 2008.

4. La nuclear es una energía muy cara

Necesita fuertes subsidios estatales (que pagamos todos…) de forma continua para poder existir. Un ejemplo: el coste de la gestión de los residuos radiactivos en España, según los cálculos de la Empresa Nacional de Residuos Radiactivos (ENRESA), será de más de 13.000 millones de euros sólo hasta 2070.

5. La energía nuclear no es necesaria

Los casos de Alemania y Suecia permiten comprobar que, si hay voluntad política, es posible abandonar la energía nuclear al tiempo que se reducen las emisiones de CO2 en cumplimiento con el Protocolo de Kioto.

6. La energía nuclear no es la solución al cambio climático

Nunca podrá ser una solución económicamente viable y eficiente para reducir emisiones de CO2 en la lucha contra el cambio climático. De hecho, la energía nuclear está excluida de los mecanismos financieros del Protocolo de Kioto.

7. La energía nuclear no genera independencia energética

España importa el 100% del uranio que se emplea como combustible en sus centrales nucleares, por lo que nuestra dependencia del extranjero al respecto es total.

8. La energía nuclear también se acaba

Las reservas de uranio-235 (el combustible de los reactores nucleares) servirán sólo para unas pocas décadas más.

9. La energía nuclear no tiene el respaldo social

Las encuestas de opinión muestran que la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles rechazan esta forma de producir electricidad.

10. La energía nuclear es incompatible con un modelo energético sostenible

No cumple ninguna de sus premisas: no es económicamente eficiente, ni socialmente justa, ni medioambientalmente aceptable.

Greenpeace España

La incineradora de Gipuzkoa, ¿un poco más lejos?

En una conferencia que dio el año pasado en la sede de Ezker Batua de Getxo Juan Lopez de Uralde, Director Ejecutivo de Greenpeace España, comentaba que de todos los proyectos de incineradoras que había en marcha en España el que más le preocupaba era el de Gipuzkoa porque parecía el más difícil de parar.

Hoy se puede haber dado un paso importante para evitarlo: nuestra oposición a dicha incineradora es de sobra conocida y Ricardo Ortega, concejal de Ezker Batua de Lasarte y Delegado de Vivienda en Gipuzkoa, ha sido elegido Presidente de la Mancomunidad de San Marcos, organismo que tiene un papel decisivo en esta cuestión pues gestiona el 50% de las basuras de Gipuzkoa.

Eco-meme

Entre las elecciones y lo de ETA no he podido atender como se merece el eco-meme que ha iniciado Goyo y que me lanza Cesar a través de su blog.

El planteamiento es bien sencillo: «Cada persona invitada, contrae la obligación de aportar su propio compromiso medioambiental, extendiéndolo a sus amistades de la Blogosfera, a la vez que les solicita otro compromiso de acción.»

Como estás cosas hay que tomárselas en serio, no voy a comprometerme a separar la basura de casa ni a cerrar el grifo cuando me lavo los dientes. Desde la responsabilidad que tengo como Director General de una promotora de viviendas puedo contribuir de una manera mucho más contundente: mi compromiso es impulsar todas las medidas necesarias para que nuestra actividad empresarial sea energéticamente eficiente y mediambientalmente sostenible.

Ya os iré contando lo que voy/vamos haciendo en esta línea y como aperitivo os dejo un breve video sobre una noticia de ETB en la que salimos contando algunas cosas que ya tenemos en marcha.

Y continúo el eco-meme trasladándoselo a: